La salud del Papa
NO hace falta ser tan cabrito como el chico de Javier Pradera, ese que Alfonso Ussía llama Mínimo Parcela, para darse cuenta de que el Papa se muere. Desde hace años, los rojelios están matando al Papa todos los días, y por fin llega el momento en que los malos augurios sobre la salud de Juan Pablo II están justificados. Al fin y al cabo, la predicción de que alguien se muere es un anuncio condenado irremediablemente a cumplirse. En el caso de Wojtyla, como ellos dicen, es una predicción fácil, porque además del paso de los años ha sufrido diversos achaques y atentados. En cierto modo, ya no es un hombre: es una voluntad viviente de servicio a la Iglesia.
Es muy probable que la creación de cardenales, es decir, la designación de los miembros que completan el cercano cónclave que ha de nombrar a su sucesor, sea el último o el penúltimo cumplimiento de sus deberes en este Valle de Lágrimas. Se trata sin duda de un testamento donde recuerda al Espíritu Santo su misión de señalar al sucesor en la Silla de Pedro, el heredero del cargo de Vicario de Cristo en la tierra. Hay que reconocer que ha llegado hasta aquí, hasta este vigésimo quinto aniversario de su elección como Sumo Pontífice, un hombre de voluntad terca y animosa, vencedor de enfermedades y heridas que pudieron ser mortales. Juan Pablo II, o sea, Wojtyla, ha sobrevivido a ellos y también a los malos augurios de quienes han sido sus enemigos y detractores quizá más políticos que religiosos.
A este Papa no le han perdonado los enemigos de la libertad y de la doctrina de Cristo su lucha contra el comunismo ateo y perseguidor de la Iglesia y su defensa de los valores cristianos más elementales: su defensa de la vida, de la libertad de conciencia, de los mandamientos de la Ley divina, del bien común más que del interés general. Ha sido, es todavía, un Papa sin componendas con las modas pasajeras del pensamiento humano ni con la prepotencia de los poderes temporales. Esa firmeza para mantener los principios fundamentales del cristianismo le ha valido muchas veces la frívola acusación de Papa anacrónico, anclado en el tiempo pasado y predicador de antiguallas. A veces, los esfuerzos heroicos por mantener viva esa predicación cristiana han sido tomados a chacota.
Claro está que se trata de un Papa singular. Después de siglos en que la Silla de Pedro permaneció siempre ocupada por papas italianos, papas diplomáticos, vino este Papa de la tierra mártir donde había impuesto su imperio la doctrina comunista y la dictadura exterminadora del mayor bien que poseen los hombres. Polonia, nación de hondo catolicismo, martirizada por el nazismo primero y por el comunismo después, parió de su seno mártir a este Papa «extranjero» en Roma, que rescataba en el Vaticano el amor a la verdad desnuda, la pureza incómoda de la doctrina de Cristo. Si el Concilio fue una conmoción hacia el «aggiornamento» necesario de la Iglesia, la elección de Juan Pablo II representó un afianzamiento, igualmente necesario, de las raíces más profundas del Cristianismo. La Iglesia llorará largamente a este Wojtyla de pensamiento anacrónico por eterno.
Publicado en ABC.
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