La hermosa gente
GALICIA es tierra de buena gente. Los gallegos son laboriosos y pacientes, hechos a la adversidad y al abandono. Son guardosos, quizá porque saben que siempre puede venir un tiempo peor, pero hospitalarios y liberales. Cuando les llega el infortunio, se quejan dulcemente, con tristeza sin ira, como si estuviesen recitando versos de la tierna y quejosa Rosalía.
La hermosa gente de Galicia sufre hoy una desgracia enorme y terrible como una maldición bíblica. Miles y miles de familias miran cómo esa mancha múltiple, negra y viscosa del fuel invade sus costas, asola sus playas, arruina los caladeros, asesina el marisco, empobrece sus rías, acaba con su repartida y trabajosa riqueza y ciega, quizá para años, su medio de vida. Desde Finisterre a Portugal, todo el litoral de Galicia es ya la Costa de la Muerte.
Son pocos los que gritan e increpan. La desesperación y la ruina son grandes, pero la cólera es poca. La hermosa gente de Galicia, la extensa mayoría de los gallegos golpeados por el desastre de la mar convertida en lava negra y amenazante se aplican a tratar de aliviar las consecuencias catastróficas con más terquedad que medios, con empecinamiento emocionante. Hace llorar a las piedras el espectáculo de esos marineros, hombres duros de la mar, mariscadores o percebeiros de espaldas azotadas por el látigo del oleaje sacar de las aguas ennegrecidas la masa pestífera, pegajosa y letal del petróleo que llega empujado implacablemente por un viento contrario, que sopla del mar a tierra, maldito soplo. La sacan con redes, con palas, con sus propias manos, como si le arrancaran pedazos a la Muerte, en una lucha desigual y en un esfuerzo que solamente porque es infatigable y multiplicado puede alentar la esperanza de ganar la batalla.
De vez en cuando, alguno alza la voz para señalar culpas y para exigir los medios de que no disponen, pero los demás escuchan esos desahogos en silencio y siguen trabajando. Llegan los barquitos a puerto cargados de negrura, vacían la mortífera carga y vuelven a la mar para volver a cargar. Digo que hace llorar a las piedras mirar ese empeño porque parecen niños que quisieran acabar con el mar sacándolo a puñados.
No sé si los gobernantes, los políticos, los españoles todos, desde Finisterre a Gata y desde Creus a San Vicente, han hecho -hemos hecho- todo lo que podíamos y debíamos hacer para mitigar la amenaza de ruina y hambre que se cierne sobre aquella hermosa gente de Galicia. Yo tampoco quiero aquí alzarme a señalar culpables apresuradamente y volver mi tristeza en improperios.
Quiero, sí, pedir a todos ayuda y solidaridad con Galicia, esa Galicia tantas veces olvidada y desasistida de los gobiernos y de las demás regiones o comunidades de España, precisamente porque sus habitantes no se encrespan, no se encolerizan, no hieren o matan para pedir más de lo que sea, y apenas se quejan. Esas gentes que son laboriosas y pacientes, guardosas y hospitalarias; gentes que cuando se lamentan del infortunio lo hacen como si recitaran dulcemente los versos de la tierna Rosalía.
ABC. 5 de diciembre de 2002
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