24 junio, 2007

Ana (de) Palacio

ELLA prescinde del «de» en el apellido, quizá por sencillez, o por economía, o porque le da la gana, ese «de» que otros se ponen imaginando que añade nobleza o aristocracia al patronímico, como el «von» alemán. Jesús von Polanco, por ejemplo. Ana Palacio me parece despierta, inteligente, laboriosa, docta y tenaz, y tiene todas las condiciones para hacer una carrera política hecha de aciertos y de brillos.

Estaba en el Parlamento europeo, donde era dialogante con todos, querida por todos, güelfos y gibelinos, frascuelistas y lagartijeros, y andaba por el mundo pronunciando conferencias en las que se hablaba de Europa con rigor y entusiasmo. Y tiene en Madrid, con su hermana Urquiola, la más pequeña de la saga, un bufete ilustre. Es «fuerte vasca», como el poeta dijo de don Miguel de Unamuno, y después de sus obras, viajes y trabajos, le quedan horas para subir montes, nadar en el invierno cantábrico y hacer tertulias de ágora o academia. Y además, luchar contra el cáncer.

Acababa de vencer al maldito cangrejo, al miedo a la muerte, al reparo de llevar la cabeza rapada al estilo Ronaldo, y en esto la llamó Aznar para ofrecerle un Ministerio. Tal vez le sucedió lo mismo que a Rosón con Suárez. Cuando Rosón volvió de La Moncloa, sus amigos íntimos le preguntamos: «¿Qué?», y el gallego impenetrable nos respondió: «Pues pensaba que me iba a hablar de una cosa y me habló de otra». Tengo para mí que Ana Palacio iba para ministra de Justicia, donde hubiese soportado a las asociaciones de pomponios y a los bacigalupos, ancos y sierras con menos pesadumbre que a esas otras bacterias epidémicas de Sadam Husein. Pero se encontró de primeras y de manos a boca ministra de Asuntos Exteriores. Quizá esa responsabilidad se deba al hecho poco frecuente de ser inteligente en cinco idiomas. Tontos en cinco idiomas sí se encuentran. Ana habla de corrido, además del español, inglés, francés, italiano y tal vez alemán, que es un idioma que no lo habla bien ni Goethe, y no digamos Thomas Mann.

En ese momento, toda la bóveda celestial cayó encima de los hombros de Ana. Cayó sobre sus espaldas el suspiro del moro, el islote Perejil, el desembarco con viento fuerte del sureste, las descortesías de Benaissa, la despreocupación de Europa, «ese es problema de vosotros dos, Marruecos y España», la carriére, el desplante de Valderrama, la grandeur de la France, Chirac el pequeño napoleón, los misiles de Sadam, las amenazas de Tarek Aziz, las impaciencias por desenfundar del cowboy tejano, los informes de Powell, el zapaterito prodigioso, «en una de fregar cayó caldera» (gracias, Umbral), el «arriba parias de la tierra de Llamazares», Blair por poniente, Schröder por levante, el Atlántico por el norte, los moros en la costa por el sur, el «funcionario» míster Pesc, la grieta de Europa y los gerundios de la «resolución aliada» para su aprobación en el Consejo de Seguridad, como dice Ignacio Camacho en su excelente artículo de ayer aquí mismo. Los gerundios. Oh, los gerundios. Y además, Aznar mandando, ordenando, decidiendo, imponiendo. Y con esto, voy acabando.

ABC. 27 febrero de 2003

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