23 junio, 2007

Loyola

DE todos los ilustres peperos que navegan por las rutas políticas, ministros, notables con cargo o mamandurria y miembros de la cúpula del partido: cupulinos, cupuleros o cupuletos del PP, la persona que más se ha destacado por su diligencia, talento, perspicacia y tino en este trance dramático de la «marea negra» se llama Loyola de Palacio. Rara avis. Pues alabada sea. Todos los demás han andado tuertos, perplejos, perezosos o desavisados, y han permitido que las enormes proporciones de la tragedia nos pille en paños menores y con el culo a la intemperie. Ahora se percatan y reaccionan, que a buenas horas, mangas verdes, por más que bienvenida sea su preocupación y ocupación, aunque venga tardía.

Desde Europa, que es su sitio en estos momentos, Loyola de Palacio ha hecho todo cuanto había que hacer y con la presteza debida para que Europa adquiriera conciencia de la magnitud del problema y se aplique a adoptar las medidas necesarias para que no se repita un desastre como el que aflige a Galicia, al litoral cantábrico y que amenaza con alcanzar las costas de Portugal por el sur y de Francia por el norte. Desde Europa, con el acuerdo común de todos los países que integran la Unión, había que decir con energía definitiva ese «Nunca mais» que claman y reclaman los gallegos castigados por la «marea».

No es la primera vez que la prontitud de reacción y el acierto de Loyola sirve de guía y ejemplo a los gobernantes de España y a los representantes en Europa de las restantes naciones de la Unión Europea. Y en esta ocasión, la celeridad y el tesón que ha puesto al servicio de la idea, tan elemental pero tan difícil, de prohibir el transporte del crudo en petroleros de un solo casco, viejos o en condiciones de desecho, ha sido sencillamente admirable. Eso es lo único que ella podía hacer desde su cargo, y eso es lo que ha hecho.

Por lo que hemos leído, no ha resultado fácil. Las potencias que disponen de cargueros que no reúnen las condiciones de seguridad requeridas se resisten a prescindir de los que tienen y arrumbarlos para siempre. Queda por lograr una normativa obligatoria y coactiva para meter en cintura esa díscola colonia inglesa en carne española que se llama Gibraltar. Allí, desde permitir sociedades en condiciones de paraíso fiscal a la admisión en su puerto de submarinos nucleares descacharrados o desvencijados petroleros, se hace de todo.

El problema de Gibraltar ya no es sólo sentimental, sino práctico. El Peñón y su bandera inglesa ya no son solamente una «espinita» clavada en el corazón de España, sino un problema de marca extranjera incrustado en nuestro propio ser. Gran Bretaña tiene allí, en tierra de España, un basurero peligroso y un refugio para el dinero negro. El empeño para que ese basurero desaparezca y ese refugio se clausure le toca hacerlo a la otra de las dos hermanas Palacio.
Por de pronto, el alabar a Loyola es justo, necesario y saludable. El periodista quisiera tener todos los días motivos de alabanza tanto para el Gobierno como para la oposición. Cuando no es así, pega pero sufre.


ABC. 10 de diciembre de 2002

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