24 junio, 2007

La paz de goma

DISFRUTAMOS una paz estirada desesperadamente. O lo que es lo mismo, conseguimos a duras penas ir alejando con nuevos plazos el momento fatal de comenzar una guerra; una guerra que, por desgracia, sigue apareciendo inevitable. La consoladora y esperanzada expresión de que «la guerra no es inevitable» suena más como un deseo ilusionado que como un pronóstico realista.

Francia y Alemania, y con ellas Rusia, confían todavía en la paz posible y piden nuevos tiempos para tratar de lograrla. Estados Unidos y Gran Bretaña, y con ellas España consideran que se han cumplido con exceso todos los plazos, y que hace tiempo que la desobediencia de Sadam Husein a los mandatos de las Naciones Unidas requiere el uso de la fuerza. La última desobediencia es muy reciente. El dictador de Bagdad se ha negado a la destrucción de misiles de largo alcance hallados por los inspectores. Y en cierto modo es comprensible que si Sadam teme un ataque norteamericano, con permiso o sin permiso de la organización de las Naciones, se resista a destruir sus armas no permitidas.

Pero a trancas y barrancas, la verdad es que Norteamérica, que sin duda es la que más insiste en el dilema «desarme o guerra», ha ido concediendo nuevos plazos al día D. Temíamos una Navidad de sangre y fuego. El miedo al lanzamiento del primer misil cruzó los días de la Navidad y se instaló en las siguientes semanas de enero. Así, poco a poco, casi día a día, hemos llegado al fin de febrero y ya se habla del 14 de marzo como nueva fecha tope.

Por su parte, Francia pide cuatro meses más para que los inspectores sigan intentando un desarme que ya sabemos no se va a producir. Sadam se niega a destruir su armamento, y en cambio pide un debate televisado con Bush. También podría haber pedido un duelo a lanza y espada de dos caudillos, como en la Edad Media, o un enfrentamiento a tiros como en una calle del Far West, y a ver quién acertaba a desenfundar primero. Ojalá este trance pudiera resolverse como en un romance medieval o como en un western de John Ford.
Desgraciadamente, esta situación de preguerra, si al final la guerra estalla, sufrirá eso que con eufemismo cínico se llama «daños colaterales», o sea, la masacre de los inocentes.

Resultará difícil, incluso para un país tan poderoso y prepotente como Norteamérica, dar comienzo unilateral a una guerra cuando naciones como Francia, Alemania y Rusia, piden un nuevo plazo para la paz precaria simbolizada en el trabajo de los inspectores. También será difícil que las tres naciones partidarias de dar tiempo justifiquen la concesión sucesiva e ilimitada de nuevos plazos a un desarme que no llega, ni da señales de buena voluntad, sino todo lo contrario, que se niega claramente a destruir sus armas prohibidas. Todos los indicios y todos los hechos conducen al convencimiento de que la guerra no se evita con el loable del «No a la guerra» ni con la concesión repetida de plazos que no consiguen señales positivas. Será triste comprobar que, como tantas otras veces en la Historia de la Humanidad, «la paz empieza nunca».

ABC. 26 de febrero de 2003

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