El Papa de hierro
NATURALMENTE, pasé despierto toda la noche del viernes y la madrugada del sábado, pegado al ordenador para seguir minuto a minuto las noticias acerca de la larga agonía del Papa. Cumplía así una obligación antes que una devoción. Yo creo que el trabajo es una oración fervorosa sobre todo por fecunda. A las 8,38, una información del Vaticano daba cuenta de que la salud del Papa había caído de nuevo en una situación estacionaria, y yo me fui a la cama tres o cuatro horas, convencido de que, efectivamente, este es un Papa de hierro, tanto en la carne como en el espíritu. Ha dejado de respirar mientras escribo estas letras.
Al papa Juan XXIII le llamaban los italianos el Papa bonachón o tranquilote, el «Papa pacioccone». Después resultó que no era tan tranquilote y sosegado como se decía, porque organizó el tinglado o pandemónium del Vaticano Segundo y del «aggiornamento» de la Iglesia. «Aquí habría que organizar algo», le dijo al cardenal Felici paseando por el claustro de San Juan de Letrán, y convocó el Concilio. A este Papa le han llamado el «Papa de hierro», que yo creo que ha sido cosa más de franceses que de italianos. Y muy claro se ha visto que Juan Pablo II tiene de hierro el resistente corazón tanto como las inflexibles normas morales.
Al Papa polaco, el rojerío no gusta de llamarle Papa, ni Pontífice, ni Santo Padre, sino que le ha llamado siempre «Wojtyla», así a secas, como quien dice Chirac, Berlusconi, Bush e incluso Zapatero. Seguramente es que no le han perdonado nunca que alzara el «telón de acero» y que echara abajo el «muro de Berlín». Este Papa llegaba de Polonia la mártir, y se aplicó desde la silla de Pedro, con tenacidad férrea, a aliviarle a su patria el peso de la palma del martirio. Aquel empeño le costó que el telón y el muro le cayeran encima en forma de atentado, un atentado que le ha tenido la salud quebrantada durante los años que le quedaban de vida, por cierto bastantes, los suficientes para cumplir el tercer pontificado más largo de toda la historia de la Iglesia. Aquella palma que alivió solícito a la mártir Polonia, le tocó llevarla a él durante el resto de sus días. Pero aún tuvo fuerzas para acudir a la cárcel y perdonar a su agresor. Bravo «Wojtyla».
Sería cosa del Espíritu Santo, que dicen revolotea por el aire del cónclave, espeso de conciliábulos y hasta de conspiraciones, pero salió bien aquella operación de romper con la tradición de los papas italianos y traer uno de las persecuciones del Este. Los italianos estaban en aquel momento enfrascados en elaborar lo que llamaron el «compromiso histórico», o sea, la alianza de la democracia cristiana con el comunismo, válgame Dios, casi una «alianza de civilizaciones», y ya se ve en qué ha quedado eso.
Para estar al tanto de la agonía del Papa «Wojtyla» me voy a la televisión italiana o a la americana, que ofrecen noticias sin interrupción. La española anda en otros empeños. Y es que yo creo que los socialistas que nos gobiernan están a punto de tropezar, como los asnillos, en la misma piedra que tropezó Manuel Azaña cuando dijo aquello de que «España ha dejado de ser católica».
ABC. 3 de abril de 2005
Etiquetas: 2005, Juan Pablo II
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