Proclama cantonalista
VAMOS a dejarnos de una vez de las medias tintas y las medias palabras, y vayamos directamente al grano. Todo eso del «Estado asociado» que propugna Ibarreche, el «federalismo asimétrico» de Pasqual Maragall, las «naciones sin Estado», el «autogobierno pleno», la «cosoberanía comunitaria» o el «nacionalismo autónomo» son eufemismos y zarandajas. Eso son timideces de pazguato que no se atreve a presentar la lucha definitiva por la verdadera independencia. Aquí, lo que hay que proclamar de una vez por todas es el cantonalismo federal, o sea, el separatismo, pero para todos: regiones, provincias, comarcas, municipios, aldeas, parroquias y barrios.
Tenemos que resucitar el glorioso 18 de julio. Quiero decir el 18 de julio de 1873 (que también es casualidad, hombre), y hacer independientes no sólo a Cádiz, Salamanca, Sevilla o Valencia como se hicieron entonces, sino, también como entonces, a Cartagena, Almansa, Torrevieja, Bailén, Andújar, Algeciras y Tarifa, ejemplos heroicos del cantonalismo federal del siglo XIX, imitados por otros muchos municipios que se declararon valientemente naciones independientes y soberanas.
Ahí tenemos la gesta gloriosa del Cantón de Cartagena, último en rendirse a los ejércitos centralistas e invasores, y la figura egregia de Antonete Gálvez, que resistió el embate de los generales unitarios, recorrió las costas mediterráneas, desde Alicante a Málaga, en naves de la escuadra cantonal, acuñó moneda, duros de plata con más plata que los duros españoles, y sólo se rindió ante las tropas invasoras, mucho más nutridas y pertrechadas, que allí siguen desde aquella triste fecha del enero de 1874.
Si no reconocemos que España se encuentra perpetuamente dividida en sus tierras, en sus ciudades, en sus pueblos, pero también dentro de cada uno de los españoles, no podremos entender la grandeza liberadora del movimiento cantonal. Cuenta Guillermo de Torre que Unamuno solía decir que llevaba dentro de sí un carlista y un liberal en perpetua discordia, del mismo modo que también llevaba un creyente y un racionalista. El espíritu separatista nace de esta eterna contradicción que crece dentro de nosotros mismos y se expresa en la sublime decisión de un Setién, de un Arzalluz o de un Xirinacs, en los que el fanatismo religioso se empareja con el delirio político para componer la figura excelsa del salvador de pueblos.
Don Emilio Castelar, nefasto enemigo del cantonalismo, cita un texto ejemplar emitido por el cantón de Jumilla, que puede servir de modelo a los municipios independentistas del País Vasco: «Jumilla desea estar en paz con todas las naciones extranjeras y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana, su vecina, se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del Dos de Mayo, y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar en sus justísimos desquites hasta Murcia y a no dejar en Murcia piedra sobre piedra». ¡Toma nísperos!
ABC. 16 de octubre de 2002
Etiquetas: 2002, Nacionalismo
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