Libertad de expresión
POR la fecha de mi nacimiento y por mi oficio de periodista, me ha tocado sufrir la carencia de libertad de expresión mucho más dolorosamente que a la gran mayoría de mis conciudadanos. Durante los años de censura previa, mi dedicación al periodismo se refugió en la crónica deportiva y en la corresponsalía en el extranjero. Fui testigo de las primeras cinco Copas de Europa que ganó el Real Madrid y puede contar las hazañas de aquella delantera mítica que formaron Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. Aquel encargo profesional supuso un raro privilegio para mí, porque me permitió viajar a todos los países del socialismo real, a la Rusia y «países satélites» de más allá del telón de acero, experiencia prohibida entonces a todos los españoles.
Después, como corresponsal en Roma (oh, cara Roma, querida mamma Roma), tuve ocasión de ver de cerca el Concilio Vaticano II, el aggiornamento de la Iglesia Católica y el giro a sinistra de la democracia cristiana y su alianza con un socialismo renovado. Mi regreso a España coincide con la apertura, tímida, pero evidente, que trajo a la prensa la ley Fraga. Con la llegada de las libertades políticas, conté como cronista parlamentario los debates de la Constitución y luego, ya con la libertad de expresión proclamada en la Ley de Leyes, firmé mis primeras columnas de comentarista político. Y ahí sigo, por supuesto, en el ABC, donde jamás me han pedido que firme opiniones ajenas ni que calle las propias.
Pido perdón por hablar de mí. Pero digo todo esto para justificar el derecho que tengo a reconocer y señalar la falta de libertad de expresión allí donde se produzca y cualesquiera ataques que sufra desde una orilla política o desde la otra. En estos días, algunos españoles y concretamente un grupo numeroso de actores, animados y jaleados por otros grupos de políticos, se quejan de que haya sufrido embates y recortes su libertad de expresión. En los casos que yo conozco y que se han desarrollado a la vista del público, eso no es así. La libertad de expresión no consiste en que cada uno diga lo que quiera, como quiera, cuando quiera, en el lugar y el momento en que le pete y de la forma que le dé la gana.
La democracia auténtica es, en gran medida, normas formales y reglas de juego. En el Parlamento, los únicos que gozan de libertad de expresión son los diputados y los senadores, es decir, los representantes del pueblo, libremente elegidos. Los invitados sólo tienen el derecho de ver, oír y callar. En el episodio de los actores en el Congreso, el único que sufrió un ataque en su libertad de expresión fue el orador de turno, que era en aquel momento el presidente del Gobierno. No respetar las reglas del juego democrático supone convertir la democracia en un guirigay asambleario. Y eso es así por mucho que les pese a los políticos que quieren ahogar a gritos, a pancartas o a eslóganes de camiseta el argumento expuesto con orden y en su momento y el voto ejercido libremente en las urnas abiertas. Esta es una verdad elemental, pero desgraciadamente olvidada.
ABC. 12 de febrero de 203
Etiquetas: 2003, Autobiográfico, Titiriteros
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