04 noviembre, 2007

Vista a la derecha

Estamos entrando en el «segundo cambio». Nuestros socialistas irrumpieron en el poder con el lema del «cambio». Era aquel cambio de Felipe González y de Alfonso Guerra con el que a España no iba a reconocerla ni la madre que la parió. En algunos aspectos lo consiguieron y en otros estuvieron a punto. La gente votaba el cambio por el cambio, los niños, las flores y las palomas de Ramón y aquellos discursos de tierra prometida con los que el sevillí nos vendía la burra con mataduras. Después salió lo que salió, y bien que lo sufrimos hasta que el gentío dejó de votar tanta felicidad, tanto paraíso y tanta democracia amasada de socialismo.

Y ahora entramos en el segundo cambio, en el «Cambio II». Como nuestros socialistas son tan originales, hacen un cambio a la derecha empezando una huelga general de la izquierda. O sea, que mientras el Zapatero prodigioso manda «Vista a la derecha, ar», los socialistas escapan hacia la izquierda detrás de Cándido Méndez y de José María Fidalgo, que están inventando ahora el sindicalismo de la revolución industrial en la Ugeté y en Comisiones del siglo XXI. Lo más probable es que la huelga general del 20 de Junio tenga poco de general y ya veremos lo que tiene de huelga o lo que tiene de manifestación. Ya expliqué que «juerga» viene de «huelga». Y en cierto modo, estos sindicalistas nuestros son unos juerguistas. Por lo que se dice, Zapaterito no está muy de acuerdo con la huelga, pero la apoya, y áteme usted esa mosca por el rabo.

Los sociatas de Zapatero van a hacer el «cambio» bajo tres banderas: la familia, la seguridad y el relevo generacional. Toma nísperos. Durante más de una década se dedicaron los felipistas a destruir la familia. Seguramente sería Alfonso Guerra, que chamulla dos palabras de latín, el que pronunció la consigna romana: «Delenda est familia». Y desde ese momento cesaron las ayudas a las familias con hijos, se predicó el ligue a catre abierto, llegó la Matilde poniéndoles condones a los niños desde los catorce años, se incitaba a la desobediencia y la rebelión contra los padres y otras medidas, como la exaltación del divorcio y el aborto, cayeron sobre la sociedad española. Al poco, España estaba, lógicamente, a la cola de la demografía mundial.

Con el pretexto de enterrar el régimen policial del franquismo, con los socialistas empezó el delincuente a gozar de más protección que la víctima. La «seguridad ciudadana» y el «orden público» eran conceptos derechistas que había que desterrar de la vida española. El informe anual de la Fiscalía ofrecía cada año cifras más espeluznantes. Esto era Dallas, la ciudad sin ley.

Ahora, nuestros socialistas caen del burro y hacen su campaña a favor de la seguridad y la familia. Lo del relevo generacional es más problemático. Soñaba el ciego que veía.


ABC. 20 de mayo de 2002

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31 octubre, 2007

Los esposados

En el amor, nos pasamos la vida descubriendo lo que ya está descubierto desde antes del Kamasutra. Dicen que el único placer que el hombre ha añadido a los que ya estaban inventados cuando se escribió la Biblia es la velocidad. Según observa Alvin Toffler, hemos pasado del paso de la caravana de camellos al avión supersónico y al cohete espacial. Ahora se ha puesto de moda hacer el amor, o sea, fornicar o encalomarse a la pareja (o al parejo) atándola o esposándola a los barrotes de la cama. «Átame», que diría Pedro Almodóvar. Aunque también a veces atan al maromo, a las que más atan son mujeres. La mujer, la pata quebrada y en casa, atada y, como dice algún político, si es sordomuda, mejor. No cabe duda, esto es Celtiberia.

Bueno, pues la costumbre erótica de atarse ha pasado a la política y por fin al fútbol. La gente se encadena delante de las sedes de las instituciones políticas, los Parlamentos, las presidencias, las cancillerías y todo eso, porque han convenido que esa es una forma de protestar, de protestar contra cualquier cosa, ahora, más que nada, contra la globalización, buena la hizo el filósofo con aquello de la «aldea global». Y además, la costumbre se ha trasladado al fútbol. En el partido entre culés y merengues, esa otra cumbre de Barcelona, salieron dos chorbos al campo y se esposaron al palo de la portería. Y allí se quedaron, con el partido interrumpido, hasta que los guardias pudieron abrir las esposas y arrastrarlos fuera del césped. Cuando se habla de fútbol, hay que decir mucho «el césped».

Hombre, que encima de todos los millones de aficionados, hinchas, forofos, tifosi y hooligans que hay por ahí, mundo adelante, y que viven encadenados eternamente al fútbol, vengan esos dos sujetos a dar más enérgico ejemplo de encadenamiento, me parece excesivo. Eso del fútbol está bien. Al fin y al cabo, el fútbol es el opio del pueblo, y la gente, mientras habla y discute de fútbol, no habla de guerra, de política o del niño de Norma Duval. Y si no fuera por el fútbol, a ver qué sería, no ya de Makelele, verbigracia, y también de Joan Gaspart o de Ruiz de Lopera. Pero encadenarse a las porterías es demasié. Basta con que tengan un abono para el Fondo Sur.

Y pregunto yo. ¿Por qué los desencadenaron? Podrían haberlos dejado allí y que hubiesen cumplido su vocación de poste. Es posible que se hubieran llevado algún pelotazo, pero al que algo quiere algo le cuesta, y no es posible pescar peces a bragas enjutas. Al final de la temporada, esos chorbos con vocación de poste estarían convertido en atlantes y las chorbas, si las hubiere, en cariátides, y ya tendríamos unas cuantas esculturas vivientes, que están tan de moda en las exposiciones de arte.

ABC. 18 de marzo de 2002

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28 junio, 2007

Los pacifistas

YO no quiero la guerra, mi mujer no quiere la guerra, mis hijos no quieren la guerra, mi suegra no quiere la guerra, la inmensa mayoría de los españoles no quiere la guerra, Europa no quiere la guerra, el mundo no quiere la guerra, el Papa no quiere la guerra. Y, sin embargo, la guerra parece cada día más cercana, más segura, más irremediable. El Ejército norteamericano se prepara para la guerra, Sadam Husein anuncia que ganará la guerra, los gobernantes de los países más poderosos de la Tierra ponen algunas condiciones para declararse a favor de la guerra. Sube el precio del oro, que es un síntoma antiguo e invariable de la proximidad de la guerra. La guerra se nos viene encima.

¿Pero, bueno, aquí, quién quiere la guerra? Porque hay un pacifismo de ocasión, un rojerío aprovechado de palomas picasianas que acusa a Bush y a Norteamérica de querer y preparar una guerra caprichosa, o mejor dicho, provechosa. Se les oye gritar a estos pacifistas de conveniencia y no parece sino que se esté cociendo una guerra injusta de ricos contra pobres, de crueles contra inocentes, para arrebatar por la fuerza a los pacíficos iraquíes sus pozos de petróleo, la única riqueza que poseen. Bush, como antes su padre, como Reagan, como los demás «césares» del «Imperio», actúan como cuatreros prepotentes y matones que le roban el caballo al pobre vaquero tranquilo y silbador.

No parece, digo, sino que Sadam Husein sea un gobernante sin ambiciones desaforadas, amigo de la paz, padre justo de su pueblo, dispensador de libertades, educador para la democracia, vecino respetuoso de sus vecinos, miembro cordial en el concierto de las naciones. Y de repente, llega Bush, el prepotente cowboy armado hasta los dientes, con su tropa de mercenarios y con todo el dinero del rancho grande, y se dispone a organizar una guerra cruenta y terrible, en la que todas las víctimas caerán sólo de una parte, con el propósito de robar el petróleo, esa sangre negra del gigante del poder en el mundo de hoy.

Y entonces llegan los pacifistas profesionales de ocasión, sólo de una ocasión, y ponen el grito en el cielo. Y naturalmente, todos los que amamos la paz y los que deseamos que los hombres resuelvan sus contenciosos por las buenas y no por las malas, nos ponemos a pedir la paz, a esperar la paz, a desear la paz. Y se pone uno a mirar la Historia, y recuerda que fue este Sadam Husein, el que esconde sus armas terribles y el que anuncia la victoria en una guerra terrible, el que invadió Kuwait y desencadenó la llamada Guerra del Golfo. ¿Fue él o no, señores pacifistas de ocasión? ¿Fue Sadam Husein quien desató aquella guerra o fue un Bush americano, tan poderoso como prepotente? ¿Fue otro Bush, esta vez hijo, quien echó abajo las Torres Gemelas para tener pretexto y dar ocasión a la guerra?


Es curioso. Pero hay pacifistas que sólo claman contra la guerra cuando los hombres o los países han de defenderse. Son los mismos que claman contra la policía cuando detiene a los delincuentes y claman contra la Justicia cuando castiga a los criminales. Son esos pacifistas que brotan como hongos cuando la violencia desata la violencia.

ABC. 19 de enero de 2003

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25 junio, 2007

Mujeres

ABRE uno el periódico, pone la radio o enciende el televisor y el mundo se puebla de jais importantes o famosas en cualquier actividad humana, juezas, médicas, abogadas, políticas, actrices, pintoras, escritoras, empresarias, maniquíes, presentadoras de televisión, maltratadas, tenistas, brujas, profesoras, echadoras de cartas, concursantes de Gran Hermano o simplemente putas, que ahora es una manera sencilla de ser importante. Hace unas cuantas noches, unos contertulios televisados discutían acerca de si Yola Berrocal y Ana Obregón eran o no eran putas, con la misma naturalidad que discutirían si tienen el título de bachiller.

La actualidad, venga de donde venga y sea de donde sea, versa sobre mujeres. He intentado hacer la nómina de las chorbas que he encontrado citadas en los periódicos de hoy (ayer para ustedes) y me he cansado de escribir cuando he llegado a las cincuenta y cuatro. Las últimas que escribí fueron Nicole Kidman, Penélope, Ruth Alonso, Hillary Clinton, Adriana Abascal y mi dilecta, predilecta, María San Gil, la heroína vasca. Antes de seguir quiero dejar constancia de que digo todo lo que digo sin dolor alguno, sino con admiración y contento.

En cuanto al menester de la política, hace muy pocos años se pedía para las mujeres un cupo de cargos o de puestos de candidatura. Se trataba de un cupo modesto, que pronto aumentó al cincuenta al ciento. Está llegando el momento en que quienes tendrán que pedir un cupo mínimo de cargos políticos seremos los hombres. Madrid, sin ir más lejos, Madrid ciudad y Madrid Comunidad, estará dentro de unos meses regido por mujeres. Esperanza Aguirre ocupará el palacio de la Puerta del Sol, porque no querrá san Isidro que los madrileños estemos presididos por Rafael Simancas, que encima de hombre es un desavisado.

En el Ayuntamiento, una de dos: o tendremos a Trini Jiménez, de los Jiménez Villarejo auténticos, o lo más probable es que tengamos a Ana Botella. Ya hay quien anuncia que la alcaldesa visible será Ana, y Ruiz-Gallardón estará dedicado a la gestión, que es para lo que sirve con los consejos de Fefé. Manolo Vicent dedica dos páginas de «El País» a hacer el perfil de Ana Botella y dice que antes de llegar a La Moncloa vivía en una casa que olía a guiso de coliflor. Es curioso. Eso es lo mismo que los monárquicos, Foxá y los demás, decían de Manuel Azaña cuando salió de su casa de la clase media para tomar posesión de la presidencia de la República.

Una revista dedica el reportaje de portada a las tres hermanas Palacio, Loyola, que manda en Europa, Ana, que es la primera ministra de Exteriores en este país de machos ibéricos, y Urquiola, la abogada más votada en las elecciones de su Colegio profesional, toma nísperos. El caso extraordinario de las hermanas Palacio sólo encuentra precedente en la familia Garrigues, que siempre ha tenido un miembro en cada esquina importante del mapa, la política, la diplomacia, la abogacía o la cátedra. (Por cierto, don Antonio, felicidades por sus 99 años y que pase galanamente del siglo y con muchas creces). Lo que tienen que hacer los políticos es pedir el cupo. O eso, o aprender a bordar.


ABC. 13 de enereo de 2003

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24 junio, 2007

El shock del futuro

LA legalización judicial de la patria potestad sobre dos niñas gemelas a favor de una pareja de lesbianas que conviven como matrimonio constituye un caso atípico en la variada casuística de la adopción de niños por parejas de homosexuales. Porque en este caso una de las lesbianas es la madre biológica de las niñas gracias a un embarazo por inseminación artificial.

El caso de las gemelas y las dos madres «conjuntas» presenta una larga serie de problemas éticos, morales, jurídicos, religiosos, psicológicos, pedagógicos, etcétera, lo mismo que cualquier otro fenómeno científico o social sin precedentes. Ante estos fenómenos nuevos, la Ética, la Moral, la Religión, el Derecho o la Pedagogía son disciplinas que se quedan absortas, sólo pertrechadas de respuestas invalidadas por el tiempo y por el progreso científico. Las respuestas tradicionales son inservibles.

Lo primero que hay que reconocer es que estos fenómenos sociales hasta ahora desconocidos tienen su origen en el progreso de las ciencias. En este caso concreto, en el hecho de la inseminación artificial, que ofrece la posibilidad de que una madre biológica comparta la patria potestad con otra mujer, y no con un hombre como ha sucedido hasta ahora: aquí el hombre, el padre, desaparece. Y ese reconocimiento nos conduce a la conclusión de que nos hallamos ante una situación nueva, que no tiene precedentes, pero que ya es imparable.

Demostrado está sin vuelta de hoja que el progreso científico jamás se detiene. Produce condenas de todo tipo, especialmente religiosas y políticas, pero destinadas todas ellas a ser arrolladas por la realidad con el paso del tiempo y a ser aceptadas como normales por la sociedad. Piensen ustedes dónde quedaron la resistencia (hoy, incluso penada) de los Testigos de Jehová a las transfusiones de sangre, el reparo ante los trasplantes, los anatemas ante los viajes siderales («desafío al Creador»), el horror primero a la clonación y el escándalo ético y religioso que ha levantado el experimento coreano con embriones humanos. Independientemente de los juicios éticos, queda asentado en la Historia del género humano que todas esas resistencias son perfectamente inútiles. En todo caso, retrasos en el progreso debidos al shock del futuro, que ataca principalmente a las religiones, a los partidos políticos conservadores y a los individuos más medrosos ante lo desconocido.

Vivimos inmersos en el shock del futuro. Y hay hombres que no soportan sin conmoción la aceleración creciente del progreso de las ciencias. En mis años de vida, que son muchos para un hombre, pero un soplo en la Historia, he asistido al nacimiento o al triunfo del teléfono, de la televisión, de la aviación bélica y comercial, de los cohetes espaciales, del mundo virtual. Y mucho más. He visto al hombre pisar la Luna, al doctor Barnard trasplantar un corazón, la clonación de la oveja Dolly, la exploración de Marte, la inseminación artifical, la libertad sexual y, claro, niños con dos madres. ¡Ay, madres mías! Pero sesenta años de ejercer el periodismo, oficio que consiste en dar a conocer lo nuevo, me libran del shock del futuro.

ABC. 20 de febrero de 2004

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Apoteosis al desnudo

ESTAMOS viviendo la glorificación del desnudo. Casi como en el Paraíso. Además de las playas nudistas, salen jais y maromos en pelota picada por todos los secanos y todos los regadíos. Salen a la calle manifestantes con el bolo colgando y manifestantas con el silogismo a la intemperie. Los desnudos invaden el cine e incluso el teatro, saltan a la pantalla de las televisiones, conquistan las páginas de las revistas ilustradas, las exposiciones de pinturas y fotografías, los cómics, y no digamos nada del internet. Está uno leyendo púdicamente un informe sobre la vida del cangrejo de río, y de pronto, sin previo aviso del ¡agua va¡, empiezan a salir titis en cueros y tarzanes sin taparrabos haciendo posturas o escenas del Kamasutra.

El desnudo integral es en estas calendas la manera más atractiva de protestar. Tan pronto como alguien siente alguna contrariedad, se ve asaltado por la tentación de enseñar lo que antes se llamaba «las vergüenzas». Cuando la gente quiere cargarse, por ejemplo, una ley, se va delante del Parlamento y allí se muestra al legislador y al paseante en Cortes solamente cubierta con su descontento o su vindicación. Los fotogramas y las escenas filmadas de los anuncios publicitarios muestran generalmente un semidesnudo o un desnudo insinuado. Hasta la moda del vestido se ha convertido, no en otra manera de vestirse, sino en otra manera de desnudarse. Hay tíos que saltan en cueros al césped durante un partido de fútbol y hay tías que se sientan desnudas en las gradas. Hace años, en los festivales cinematográficos de Cannes siempre había una aspirante a actriz que salía desnuda del agua, como Venus, en un momento anunciado previamente, y allí estaban los guardias con un albornoz, esperándola. Ahora, no habría bastantes guardias para acudir con albornoces.

Después del éxito obtenido con la exhibición gráfica de las ministras en «Vogue», cabría pensar en la organización de un Full Monty de personajes con cargo político. Podríamos organizar un debate Gobierno-Oposición, o un encuentro femenino versus masculino, con todos los protagonistas desnudos. O bien otro «posado» de ministras pero en el que las estilistas de «Vogue» las hubiesen dejado sin ropa. Naturalmente, habría que darle al acontecimiento cierto carácter artístico-cultural y que las poses de las ministras estuviesen inspiradas en obras de arte, pinturas y esculturas, famosas.

Por ejemplo, a la ministra de cintura más adecuada, podrían tenderla en la posición de la Venus del Espejo, de Velázquez. A las más rollizas se les podría recomendar que formaran un corro como el de las Tres Gracias de Rubens, que es un pintor que amplía. Quizá alguna se atreviera con la Maja Desnuda, aquella duquesa de Alba a la que Goya destapó el ombligo. Se hallarían fácilmente tres modelos para las demoiselles de Avignon (que en realidad son de Aviñó). Y a la jefa se la pondría en pie, alta y soberbia, dominando a todas las demás, como la Venus de Botticelli. Debemos avanzar en pelota por el camino del progreso.

ABC. 19 de septiembre de 2004

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Ana (de) Palacio

ELLA prescinde del «de» en el apellido, quizá por sencillez, o por economía, o porque le da la gana, ese «de» que otros se ponen imaginando que añade nobleza o aristocracia al patronímico, como el «von» alemán. Jesús von Polanco, por ejemplo. Ana Palacio me parece despierta, inteligente, laboriosa, docta y tenaz, y tiene todas las condiciones para hacer una carrera política hecha de aciertos y de brillos.

Estaba en el Parlamento europeo, donde era dialogante con todos, querida por todos, güelfos y gibelinos, frascuelistas y lagartijeros, y andaba por el mundo pronunciando conferencias en las que se hablaba de Europa con rigor y entusiasmo. Y tiene en Madrid, con su hermana Urquiola, la más pequeña de la saga, un bufete ilustre. Es «fuerte vasca», como el poeta dijo de don Miguel de Unamuno, y después de sus obras, viajes y trabajos, le quedan horas para subir montes, nadar en el invierno cantábrico y hacer tertulias de ágora o academia. Y además, luchar contra el cáncer.

Acababa de vencer al maldito cangrejo, al miedo a la muerte, al reparo de llevar la cabeza rapada al estilo Ronaldo, y en esto la llamó Aznar para ofrecerle un Ministerio. Tal vez le sucedió lo mismo que a Rosón con Suárez. Cuando Rosón volvió de La Moncloa, sus amigos íntimos le preguntamos: «¿Qué?», y el gallego impenetrable nos respondió: «Pues pensaba que me iba a hablar de una cosa y me habló de otra». Tengo para mí que Ana Palacio iba para ministra de Justicia, donde hubiese soportado a las asociaciones de pomponios y a los bacigalupos, ancos y sierras con menos pesadumbre que a esas otras bacterias epidémicas de Sadam Husein. Pero se encontró de primeras y de manos a boca ministra de Asuntos Exteriores. Quizá esa responsabilidad se deba al hecho poco frecuente de ser inteligente en cinco idiomas. Tontos en cinco idiomas sí se encuentran. Ana habla de corrido, además del español, inglés, francés, italiano y tal vez alemán, que es un idioma que no lo habla bien ni Goethe, y no digamos Thomas Mann.

En ese momento, toda la bóveda celestial cayó encima de los hombros de Ana. Cayó sobre sus espaldas el suspiro del moro, el islote Perejil, el desembarco con viento fuerte del sureste, las descortesías de Benaissa, la despreocupación de Europa, «ese es problema de vosotros dos, Marruecos y España», la carriére, el desplante de Valderrama, la grandeur de la France, Chirac el pequeño napoleón, los misiles de Sadam, las amenazas de Tarek Aziz, las impaciencias por desenfundar del cowboy tejano, los informes de Powell, el zapaterito prodigioso, «en una de fregar cayó caldera» (gracias, Umbral), el «arriba parias de la tierra de Llamazares», Blair por poniente, Schröder por levante, el Atlántico por el norte, los moros en la costa por el sur, el «funcionario» míster Pesc, la grieta de Europa y los gerundios de la «resolución aliada» para su aprobación en el Consejo de Seguridad, como dice Ignacio Camacho en su excelente artículo de ayer aquí mismo. Los gerundios. Oh, los gerundios. Y además, Aznar mandando, ordenando, decidiendo, imponiendo. Y con esto, voy acabando.

ABC. 27 febrero de 2003

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La burra de Balaam

ESTÁ cada vez más claro que el mundo occidental, y también el Oriente, el Oriente islámico y el otro, se encuentran ante un dilema, o mejor dicho, en una encrucijada: o se van con Bush o se van con Sadam. Aquí la neutralidad no sirve de nada, porque te quedas de guardia y además te condenas como las vírgenes tontas. Naturalmente, lo mejor sería que no se hubiese planteado esta disyuntiva, y que todos pudiésemos ser más amigos de uno o de otro, del ranchero o del petardista, sin estar obligados a elegir. Pero la vida te pone a veces implacablemente en esta situación, y hay que optar.

Algunos países occidentales, con Francia a la cabeza, y muchos millones de habitantes del globo, intentan taparse los ojos o meter la cabeza en la arena como los socorridos avestruces ante la terquedad de Sadam en no desarmarse, por un lado, y el empeño de Bush en que Sadam se desarme, por otro. Esas naciones no se deciden a exigir por la fuerza el cumplimiento de los mandatos de las Naciones Unidas, y prefieren defender la paz a gritos, a ver si consiguen mantenerla a fuerza de gritarla. Ya se ve que no, que eso no es posible, porque la fuerza de la Historia les obliga a elegir, y Norteamérica ya tiene más de doscientos mil soldados alrededor de Iraq para librarse y librarnos del peligro de Sadam Husein.

Repito que lo deseable es que esta situación no se hubiese producido, que Sadam entrase en razón y volase su santabárbara, y que Bush se quedase tranquilo de que la riqueza del petróleo iraquí no va a ser utilizada para volarle a él el rancho o a los americanos el Empire State. También parece claro de toda claridad que Aznar, puestos en la obligación de elegir amigo, ha elegido sin ambages ni melindres, la amistad del ranchero, el cowboy, el sheriff, o como queramos llamar a Bush II. En cambio, Zapatero ha preferido dejarse llevar del ejemplo de Llamazares o del consejo de Jesús Caldera. O sea, ha hecho lo mismo que hizo Balaam con su burra: la dejó que eligiera ella el camino.

Lo peor que le puede pasar al mundo y que nos puede suceder a los hombres es que se rompa la paz, y todos los angustiosos llamamientos a la paz que se escuchan estos días, desde los del Papa hasta los pacifistas de pegatina, pasando por los millones de seres aterrados que ven brillar en el horizonte los fulgores del rayo de la guerra, ese rayo maldito que no cesa. Y no nos sirve de consuelo echar la culpa de esa amenaza cierta, cada vez más cierta, a uno a otro de los dos protagonistas. Hay muchos que con los documentos de la legalidad internacional en la mano y con la lógica de los hechos en el discurso descargarán todas las culpas sobre la cabeza del dictador Sadam. Y habrá otros, que por amistad con Sadam, por simpatía a las dictaduras o por resabios antiamericanos, descarguen toda la responsabilidad en Bush.

Al final, ya lo verán ustedes, tendremos que elegir, como tantas otras veces ha sucedido en la Historia. Y yo prefiero decidir a favor del pueblo presidido por la figura de la Libertad que por la dictadura erigida sobre el terror. Y Balaam que siga el consejo de la burra.

ABC. 24 de febrero de 2003

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La paz de goma

DISFRUTAMOS una paz estirada desesperadamente. O lo que es lo mismo, conseguimos a duras penas ir alejando con nuevos plazos el momento fatal de comenzar una guerra; una guerra que, por desgracia, sigue apareciendo inevitable. La consoladora y esperanzada expresión de que «la guerra no es inevitable» suena más como un deseo ilusionado que como un pronóstico realista.

Francia y Alemania, y con ellas Rusia, confían todavía en la paz posible y piden nuevos tiempos para tratar de lograrla. Estados Unidos y Gran Bretaña, y con ellas España consideran que se han cumplido con exceso todos los plazos, y que hace tiempo que la desobediencia de Sadam Husein a los mandatos de las Naciones Unidas requiere el uso de la fuerza. La última desobediencia es muy reciente. El dictador de Bagdad se ha negado a la destrucción de misiles de largo alcance hallados por los inspectores. Y en cierto modo es comprensible que si Sadam teme un ataque norteamericano, con permiso o sin permiso de la organización de las Naciones, se resista a destruir sus armas no permitidas.

Pero a trancas y barrancas, la verdad es que Norteamérica, que sin duda es la que más insiste en el dilema «desarme o guerra», ha ido concediendo nuevos plazos al día D. Temíamos una Navidad de sangre y fuego. El miedo al lanzamiento del primer misil cruzó los días de la Navidad y se instaló en las siguientes semanas de enero. Así, poco a poco, casi día a día, hemos llegado al fin de febrero y ya se habla del 14 de marzo como nueva fecha tope.

Por su parte, Francia pide cuatro meses más para que los inspectores sigan intentando un desarme que ya sabemos no se va a producir. Sadam se niega a destruir su armamento, y en cambio pide un debate televisado con Bush. También podría haber pedido un duelo a lanza y espada de dos caudillos, como en la Edad Media, o un enfrentamiento a tiros como en una calle del Far West, y a ver quién acertaba a desenfundar primero. Ojalá este trance pudiera resolverse como en un romance medieval o como en un western de John Ford.
Desgraciadamente, esta situación de preguerra, si al final la guerra estalla, sufrirá eso que con eufemismo cínico se llama «daños colaterales», o sea, la masacre de los inocentes.

Resultará difícil, incluso para un país tan poderoso y prepotente como Norteamérica, dar comienzo unilateral a una guerra cuando naciones como Francia, Alemania y Rusia, piden un nuevo plazo para la paz precaria simbolizada en el trabajo de los inspectores. También será difícil que las tres naciones partidarias de dar tiempo justifiquen la concesión sucesiva e ilimitada de nuevos plazos a un desarme que no llega, ni da señales de buena voluntad, sino todo lo contrario, que se niega claramente a destruir sus armas prohibidas. Todos los indicios y todos los hechos conducen al convencimiento de que la guerra no se evita con el loable del «No a la guerra» ni con la concesión repetida de plazos que no consiguen señales positivas. Será triste comprobar que, como tantas otras veces en la Historia de la Humanidad, «la paz empieza nunca».

ABC. 26 de febrero de 2003

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23 junio, 2007

César o nada

Solía decir César, con esa pueril ternura que a veces disfrazaba de cinismo, que a él los muertos se le daban como a nadie. Es verdad. Todos los amigos que le hemos sobrevivido nos hemos perdido la más puntual de las necrológicas, el llanto más urgente y la palabra más desgarradora. «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace», un plañidero tan rico en lamentos, tan pródigo de elogios como César, que echaba a correr enseguida, a través de la prisa de los periódicos, elásticas y calientes liebres en forma de elegía.

Su pluma -esa pluma de colegial, de recado de escribir, que trazaba letras desenlazadas y casi griegas, desplegadas en hileras de dóciles hormigas- es una herencia intransmisible, ni siquiera «mortis causa». Menos que nadie podría moverla yo, que tengo la mano torpe y desangelada. Pero hoy quisiera tener esa pluma entre los dedos y que él me llevara la mano con su mano, que ya será de hielo, para escribir en el pliego de firmas de su despedida funeral esas cosas que sólo él mismo podría haberse dicho.

Me gustaría decir de César, ahora que ya no puede oírme, las más dulces acusaciones, las más desconsoladas calumnias. Me gustaría apostrofar su cadáver con las injurias más tiernas, con los más lacerantes piropos y con los más divinos improperios. Me hubiese gustado echar sobre su tumba recién abierta un puñado de responsos inicuos y una bodeleriana brazada de flores del mal, hechas con cera y organdí, en un escenario cursi y cordialísimo. Decirle, por ejemplo, apresuradamente, no sé, pávido lirio, araña cristalina, cuervo de espuma, colibrí de barro. Llamarlo con descoyuntadas invocaciones: ¡Oh, momia de rocío! ¡Oh, llagado violín! ¡Oh, manso surtidor de cohetes! ¡Oh, insigne caracol del paraíso! ¡Oh, cometa corrupto! ¡Oh, César, César!

¡Oh, César! ¿Lo estás viendo? Se me va la cabeza detrás de los pájaros negros que acaban de traerme noticia de tu muerte y no acierto sino a decirte imprecaciones sin sangre y sin sentido, muertas como tú estás, inhumanas como tú nunca eres. Tú sabías abrirte el corazón bajo el chaleco a cuadros y derramarlo entero sobre tus muertos entrañables de artículo de urgencia, y quedarte de mármol, inesperadamente, al borde mismo de un epitafio balbuciente de amigo desolado, de esos amigos que llegan al cielo y de pronto, se quedan sin saber qué decir, y cuentan una anécdota inoportuna, trivial, conmovedora. Y entonces todos se ponen a llorar como si hasta ese momento no se hubiesen dado cuenta de nada, y los niños rezan jaculatorias azules sin saber por qué, y el sacristán contempla estupefacto cómo florecen en el hisopo oxidado ternísimas rosas increíbles.

Me han dicho que César se ha muerto rodeado de linotipias, que recogían sus últimos suspiros. Hasta el último aliento de sus pulmones ha servido para alimentar el latido del periódico. Ahora pienso que todos hemos sido siempre exigentes y crueles con él, que le hemos pedido, cada vez con más sed, palabras y palabras y más palabras, casi con la misma perentoriedad con que él pedía más dinero. Nos hemos aprovechado de él, pobre terco vendedor de humo, que se abrasaba vivo, medio muerto, para seguir humeando, hasta que llegó un momento en que el único testimonio de su existencia era esa diaria columna de humo desde la cual nos estaba diciendo, como siempre, que se moría, que se moría, que estaba empezando a acostumbrase a no vivir.

Yo he sorbido desde hace años ese humo que vendía César, y ahora, cuando ya sé que tendré que dejarme el vicio, pienso que nadie, ni siquiera Ramón, que es el padre de todos, ni los vivos ni los muertos, escribió el castellano con una desfachatez tan enternecedora, tan desternillante, tan inocente, tan perversa.

César tenía entrada libre en todos los corazones y en todas las cloacas, se paseaba en zapatillas por los pasillos interiores de las viejas actrices de voz de marfil, se colaba de rondón, con toda naturalidad, en los retretes privados de las Lolitas adolescentes y feroces, se daba una vuelta aburrida por las recámaras de los refinados, era visita íntima de los pecadores encallecidos, de los impuros, de los protectores de animales, de los abrasados, de esos seres celestes que lloran la huida de un canario o la pérdida de una sombrilla, de toda la canalla adorable y maldita. César tenía palco abierto a las alcobas de todos los vicios y había contemplado al través del ojo de la cerradura las mil y una noches de la comedia humana y la sala de los siete pecados capitales y el filme «cochon» de Sodoma y Gomorra, y después se extasiaba ya se embebecía en el claustro prohibido de los cipreses y las palomas. Luego, prorrumpía en primera persona del presente o del pretérito y hablaba de todo eso con desvergüenza misericordiosa de hermanita de la Caridad, y otras veces con los melindres y eufemismos de un tratante de blancas.

Nunca sabremos si César, cuando se confesaba con nosotros, que era siempre que no se le ocurría otra cosa de qué escribir, nos decía la mitad de su verdad o el doble de su mentira. Y nunca sabremos tampoco cuándo escamoteaba adrede el tintero del desdén para trocarlo con el de la maravilla, y ni siquiera podremos nunca adivinar hasta qué punto ejercía, con la máxima seriedad profesional, el oficio servil y sublime de reírse de todos nosotros, obligándonos a tenerle casi más desprecio que admiración.

No, no. No es necesario que toméis ahora sus libros ni que busquéis por los periódicos atrasados sus artículos. Las flores literarias de César, como las de la verdad, están destinadas a nacer con el alba y a morir con la noche. «¡Tanto sucede en término de un día!». Las frescas rosas de César, que el periódico despertaba al albor de cada mañana, vana lástima fueron a la tarde, y habrán muerto ya, con él, en brazos de la noche fría. No las busquéis, no las toquéis ya más; son ya sólo recuerdo, aroma, fuente cegada, callada música, nada, nada. Nada, menos que nada.

César escribió para hoy, sólo para hoy. ¡Qué estúpidos los que dicen escribir para la posteridad! Y escriben las cosas obvias, las cosas que se repiten eternamente, sólo porque cada año nacen nuevos ignorantes que las desconocen. Lo mejor que se puede hacer por César es escribir para hoy, con una fétida rosa niña en el ojal de la solapa, en un papel que mañana estará marchito, y dejarse el alma en cada artículo. Y mañana, Dios dirá. Se compra uno un alma nueva, o se roba, o se alquila o se inventa, o se la pide uno prestada a un amigo. Y se escribe uno otro artículo, o dos, o tres. Y a firmar y a cobrar.

Yo cobraré éste que aquí termino. Y hasta es posible que aproveche la ocasión para pedirle al director un aumento de la tarifa de mis colaboraciones con el argumento de que, ido César, a mí los muertos se me dan como a nadie. Luego, mientras cuente las monedas, apretaré los dientes para que no se me salgan las lágrimas.

ARRIBA. 28 de septiembre de 1965

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El pobre Caldera

CALDERA viene de caldo, que es cálido o caliente, y a caldo quería poner Caldera al ministro Rajoy, pero mire usted por dónde fue el propio Caldera quien salió escaldado del trance parlamentario. Alguacil alguacilado, que diría el clásico. Se calentó Caldera en eso de poner a caldo al ministro y echaba sobre él a calderadas el caldo hirviendo, sin sospechar que lo estaba arrojando sobre su propia cabeza hasta quedar escaldado, y que en todas partes cuecen habas y en la suya a calderadas. Ahora Caldera tendrá que huir del agua fría, o sea, como los gatos cuando los escaldan, y cada vez que abra la boca para poner a la oposición al baño María, le recordarán el papel falsificado. A los socialistas, Rajoy les rajó la caldera, y tendrán que pedirle otra prestada al patrón del «Prestige» o a Pedro Botero.

Vaya por delante que yo no creo que Jesús Caldera sea un falsificador de documentos. Tampoco podría ganarse la vida con ese menester, porque sus falsificaciones son tan burdas como hacer billetes de quinientos euros con papel de estraza. Más bien me parece un pardillo con demasiada prisa por llegar al gobierno y catar las mieles de la gobernación o de la gobernanza, que ahora lo dicen así en la Academia. Gobernanza es más bonito que gobernación, y además rima con esperanza, alianza, pujanza, cobranza y con panza. Lo que le ha sucedido a Caldera es que le han dado el timo de la estampita y se ha tragado el anzuelo hasta la caña.

Eso mismo cree la Momia. Haro Tecglen se pregunta que quién habrá podido falsificar el papel de la metedura de pata y exculpa a los socialistas. Deja entender que lo habrán falsificado por el lado de Rajoy, y encuentra sospechoso que el ministro tuviese tan a mano el original. Es decir, prefiere un Caldera tontaina y bobalicón a un Caldera golfante y pícaro. No sé yo lo que es peor, porque el golfo suele sacar provecho de su engaño, cosa injusta pero rentable, mientras que el tontirri, el badulaque y el mameluco tiran el estiércol por barlovento y resultan bañados por la mierda aventada. Ya se sabe que quien tira la porquería por barlovento termina emporcado, y además merece que le llamen cantamañanas, majagranzas, correlindes, ablandabrevas, robaperas, tiracantos, zampatortas, gilimursi, mamacallos, gilipollas o directamente, como dicen en mi tierra, tonto del pijo.

Lo peor de Jesús Caldera en tal peripecia parlamentaria fue el énfasis y la falta de cautela. En esos casos hay que tomar la precaución de meter la punta del dedo en el agua del baño, por ver si quema, o la punta del pie en el mar de las playas del norte, por ver si el frío corta la carne. Pero es que el pobre Caldera se metió de golpe en el agua, que abrasaba, y luego ya no ha podido salir de ella. Se emborrachó de acusaciones de falsedad, de mentir al Parlamento y de engañar a la ciudadanía, al colectivo, que dicen ellos, y resultó que quien estaba mintiendo era él. Mostraba triunfalmente desde el escaño el documento de marras, sin sospechar que el documento de marras estaba falsificado. Zapatero, avise usted al lañador, a ver qué arreglo tiene esa caldera.

ABC. 20 de diciembre de 2002

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Loyola

DE todos los ilustres peperos que navegan por las rutas políticas, ministros, notables con cargo o mamandurria y miembros de la cúpula del partido: cupulinos, cupuleros o cupuletos del PP, la persona que más se ha destacado por su diligencia, talento, perspicacia y tino en este trance dramático de la «marea negra» se llama Loyola de Palacio. Rara avis. Pues alabada sea. Todos los demás han andado tuertos, perplejos, perezosos o desavisados, y han permitido que las enormes proporciones de la tragedia nos pille en paños menores y con el culo a la intemperie. Ahora se percatan y reaccionan, que a buenas horas, mangas verdes, por más que bienvenida sea su preocupación y ocupación, aunque venga tardía.

Desde Europa, que es su sitio en estos momentos, Loyola de Palacio ha hecho todo cuanto había que hacer y con la presteza debida para que Europa adquiriera conciencia de la magnitud del problema y se aplique a adoptar las medidas necesarias para que no se repita un desastre como el que aflige a Galicia, al litoral cantábrico y que amenaza con alcanzar las costas de Portugal por el sur y de Francia por el norte. Desde Europa, con el acuerdo común de todos los países que integran la Unión, había que decir con energía definitiva ese «Nunca mais» que claman y reclaman los gallegos castigados por la «marea».

No es la primera vez que la prontitud de reacción y el acierto de Loyola sirve de guía y ejemplo a los gobernantes de España y a los representantes en Europa de las restantes naciones de la Unión Europea. Y en esta ocasión, la celeridad y el tesón que ha puesto al servicio de la idea, tan elemental pero tan difícil, de prohibir el transporte del crudo en petroleros de un solo casco, viejos o en condiciones de desecho, ha sido sencillamente admirable. Eso es lo único que ella podía hacer desde su cargo, y eso es lo que ha hecho.

Por lo que hemos leído, no ha resultado fácil. Las potencias que disponen de cargueros que no reúnen las condiciones de seguridad requeridas se resisten a prescindir de los que tienen y arrumbarlos para siempre. Queda por lograr una normativa obligatoria y coactiva para meter en cintura esa díscola colonia inglesa en carne española que se llama Gibraltar. Allí, desde permitir sociedades en condiciones de paraíso fiscal a la admisión en su puerto de submarinos nucleares descacharrados o desvencijados petroleros, se hace de todo.

El problema de Gibraltar ya no es sólo sentimental, sino práctico. El Peñón y su bandera inglesa ya no son solamente una «espinita» clavada en el corazón de España, sino un problema de marca extranjera incrustado en nuestro propio ser. Gran Bretaña tiene allí, en tierra de España, un basurero peligroso y un refugio para el dinero negro. El empeño para que ese basurero desaparezca y ese refugio se clausure le toca hacerlo a la otra de las dos hermanas Palacio.
Por de pronto, el alabar a Loyola es justo, necesario y saludable. El periodista quisiera tener todos los días motivos de alabanza tanto para el Gobierno como para la oposición. Cuando no es así, pega pero sufre.


ABC. 10 de diciembre de 2002

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La pancarta

Supongo que ustedes se habrán enterado ya de que Llamazares, Zapatero, los Bardem y unos estudiantes de botellón están en contra de la war. Eso está bien. Estar en contra de la war es una actitud loable y humanitaria. Pero lo que ellos hacen mayormente para estar en contra de la war es sacar una pancarta. Sacan una pancarta y ya está. Eso hicieron algunos actores en el Congreso. Bush no les hizo caso y ha pronunciado el ultimátum de las cuarenta y ocho horas para el desarme. Y Sadam, en vez de complacerles, ha dicho que «esta guerra la vamos a ganar». Total que aquellas pancartas y aquellas pegatinas no han servido para nada. Ahora, los de Izquierda Unida han sacado una pancarta ampliada. «No a la guerra. Aznar dimisión».

Toma nísperos. Daba ternura ver a los cuatro comunistas que quedan, disfrazados de izquierdistas unidos, Llamazares, Frutos, Alcaraz y uno más, detrás de su pancarta. «Aznar dimisión». O sea, que no quieren que Aznar sea presidente del Gobierno, y para eso sacan una pancarta en vez de sacar ciento ochenta diputados. Daba ternura ver aquello, porque para poner y para quitar un presidente del Gobierno hacen falta más votos o más quiñones. Al ver la escena en una fotografía, yo me acordaba de una vieja viñeta de Mingote. Media docena de cromañones o de neandertales pequeñitos, armados con una porra minúscula, se encaran con un Picapiedra gigante, que lleva al hombro una porra enorme. Y hablan los enanos: «Oye, que venimos a decirte que por qué razón tienes tú que ser el jefe».

Lo peor que le sucede a Zapatero son dos desgracias. Una, que le acecha la nostalgia del poder que recome a Felipe González, y eso es como una «espada de Demóstenes», que decía mi leída Maruja Torres, suspendida sobre su «oposición tranquila». Y otra, que deambula por las calles en malas compañías. Se coge del brazo de Llamazares y se va detrás de las pancartas. Mingote (siempre Mingote) lo ha dibujado enganchándose a un mantel recién lavado por una maruja como si fuera otra pancarta del no a la war.

Este Zapatero que usó durante un tiempo buenos modales, en vez de decirle a su inevitable compañero de pancarta: «Que te aclares, Llamazares», cae en sus mismas prehistorias y en sus mismos oscurantismos, ha emprendido a estas alturas de la función un viaje hacia el Palacio de Invierno y propone el hermanamiento de León con el viejo Stalingrado. Y es que «Caldera tampoco se entera» y Pepiño Blanco tiene la mente en ídem. En cuanto a asesores, tras esos dos citados, le queda María Teresa Fernández de la Vega, que no acierta pero pega. Al menos, Felipe González, como no quería oponerse a la guerra, tenía al propio Guerra. Y hoy lo utilizaría para todo lo contrario con el argumento de que no hay peor cuña que la de la misma madera. Bueno, ya está. Lo único que yo quería es que ustedes sepan, por si no está claro, que Llamazares, Zapatero, los Bardem y unos estudiantes de botellón están en contra de la war. Y me voy a pintar la pancarta, ea.

ABC. 20 de marzo de 2003

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La explosión de las urnas

LAS urnas también han estallado. Porque esto que ha sucedido ayer no se puede definir como un vuelco. Ha sido una explosión. En las últimas horas ya se podía intuir un cambio muy apreciable en la tendencia de voto, pero no parece que nadie se atreviera a aventurar un cambio tan espectacular como se ha producido a la hora en que escribo estas líneas de urgencia, con más de un ochenta por ciento de votos escrutados. Es lógico pensar que los cambios hasta las cifras definitivas serán irrelevantes en el dibujo esencial del Parlamento, de difícil solución por otra parte.

Estas elecciones han sido sin duda las más atípicas y anómalas de la historia de nuestra democracia. Pocos días antes de que los españoles nos acercáramos a las urnas, las ocas sagradas, o sea, los sondeos electorales señalaban que el Partido Popular se encontraba ocho o diez puntos por encima del Partido Socialista e instalado en una mayoría absoluta más o menos holgada. De ahí se ha pasado en veinticuatro horas a unas cifras que indican la pérdida clara de las elecciones por muchos votos y muchos escaños.

La masacre del jueves 11-M ha destrozado también aquella mayoría absoluta que andaba sólo en la predicción de los sondeos. La campaña de la izquierda se apresuró a convertir el atentado y la incertidumbre de su autoría en un castigo de los islamitas de Al Qaeda por la actitud de nuestro Gobierno en la guerra de Iraq, y en un encono de su reproche del pueblo por lo que llamaban la sumisión de España ante Estados Unidos y el servilismo de Aznar ante Bush. En la grandiosa manifestación del viernes ya aparecieron pancartas alusivas al «No a la guerra» con el propósito indudable de convertir el rechazo al terrorismo en una continuación de aquellas manifestaciones en las que Zapatero y Llamazares llevaban, juntos, las pancartas.

Al día siguiente, llegaron los acosos ante las sedes del Partido Popular, las algaradas donde prevalecían los gritos de «Asesinos, asesinos», y las manifestaciones de los líderes socialistas y comunistas, convocadas por organizaciones de la extrema radical desde los teléfonos celulares, que hicieron de la jornada de reflexión un tiempo para las acusaciones falsas y las concentraciones partidistas. Ni siquiera cesaron esas muestras de hostilidad cuando los líderes populares se acercaron a las urnas, y tanto Aznar como Rajoy tuvieron que votar bajo una descarga de insultos. Pero esto ya no es historia de urnas sino de tribus. En cambio, Zapatero mostraba la cara serena, amable y civilizada de unas elecciones ejemplares. No se puede negar que la estrategia podrá parecer cínica y detestable, pero ha sido eficaz.

Enfrente, los socialistas han encontrado la seriedad responsable de un ministro del Interior que daba información constante acerca de la autoría del atentado mientras era tercamente acusado de todo lo contrario, y sobre todo una campaña plana y falta de cualquier entusiasmo. El PP se ha comportado en esta partida electoral como la ciudad alegre y confiada. Dicen que de las urnas, a veces, salen sapos y culebras. Para el PP, en este caso, han salido dragones y dinosaurios. Y para el Partido Socialista, el Hada madrina.

ABC. 15 de marzo de 2004

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22 junio, 2007

Etarras en el Parlamento

SI hoy, domingo 17 de abril de 2005, los representantes políticos de la banda terrorista «Eta» adquieren el derecho de sentarse en el Parlamento vasco junto a las víctimas de los asesinos, esa gravísima responsabilidad habrá caído sobre Rodríguez Zapatero y sobre el Gobierno y el socialismo españoles. Después de conocidos los informes de la Guardia Civil publicados en este periódico, no es posible dudar racionalmente de la identificación entre esa formación política fantasma llamada «Partido Comunista de las Tierras Vascas» y la antigua Herri Batasuna, brazo político de «Eta».

El empecinamiento de Rodríguez Zapatero en no querer reconocer lo que está ante los ojos de España entera y en seguir negando la evidencia debe tener una explicación inconfesable. Ahí hay gato encerrado. Zapatero ha pactado esa dejación de su deber de gobernante con alguien, llámese PNV, llámese Batasuna, o con la mismísima «Eta» directa o indirectamente. Tal vez nos enteremos algún día, porque estos secretos terminan siempre por ser secretos a voces y misterios a la luz del día.

Lo cierto y verdad es que Zapatero ha adquirido la responsabilidad gravísima de dejar sin efecto la Ley de Partidos promovida y promulgada por el Partido Popular. Y además, lo ha hecho con engaño, cobardemente y desde la deslealtad más sinuosa a la ciudadanía, sobre todo a los electores vascos. Teniendo en la mano el instrumento perfectamente legal para impedirlo, Zapatero ha consentido que los antiguos escaños ocupados por Herri Batasuna sean ahora propiedad de los mismos criados de los asesinos disfrazados bajo otro nombre.

El hecho no se puede achacar sólo a tontería ni a angelismo democrático. Zapatero y sus asesores, empezando por el pícaro Rubalcaba, no habitan en Babia ni se han caído de un guindo. Tal y como se han desarrollado los acontecimientos, la concesión del Gobierno al PCTV y su pasividad en denunciar la situación ante los tribunales responden a un plan trazado, planeado y organizado de antemano. O es la exigente condición del PNV para firmar una alianza política postelectoral, o es una concesión a una nueva engañifa etarra de tregua interesada.

Que el PCTV es el heredero universal de Herri Batasuna está claro desde el primer momento. También está claro que el PNV es contrario a la Ley de Partidos, y ahí está la negativa de Juan María Atucha a disolver el grupo parlamentario de Sozialista Abertzaleak, o sea, los mismos criados de los asesinos con otros collares. El PNV necesita a la banda etarra para asegurar la pervivencia de su supremacía electoral. Es ella la que consigue que cuatrocientos mil (trescientos ochenta mil para ser exactos) vascos españolistas se destierren de su patria chica, amenazados por las pistolas etarras y no ejerzan su derecho a votar. Son las urnas sin los votos de esos desterrados de Euskalerría las que aseguran el triunfo del PNV en las elecciones y su ocupación eterna del gobierno vasco, tal como seguramente sucederá hoy después del escrutinio. Podemos cerrar los ojos a la realidad y seguir hablando de una España en libertad y en democracia, pero la verdad es que en un pedazo entrañable de tierra española la libertad y la democracia son una dramática filfa.

ABC. 17 de abril de 2005

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El Papa de hierro

NATURALMENTE, pasé despierto toda la noche del viernes y la madrugada del sábado, pegado al ordenador para seguir minuto a minuto las noticias acerca de la larga agonía del Papa. Cumplía así una obligación antes que una devoción. Yo creo que el trabajo es una oración fervorosa sobre todo por fecunda. A las 8,38, una información del Vaticano daba cuenta de que la salud del Papa había caído de nuevo en una situación estacionaria, y yo me fui a la cama tres o cuatro horas, convencido de que, efectivamente, este es un Papa de hierro, tanto en la carne como en el espíritu. Ha dejado de respirar mientras escribo estas letras.

Al papa Juan XXIII le llamaban los italianos el Papa bonachón o tranquilote, el «Papa pacioccone». Después resultó que no era tan tranquilote y sosegado como se decía, porque organizó el tinglado o pandemónium del Vaticano Segundo y del «aggiornamento» de la Iglesia. «Aquí habría que organizar algo», le dijo al cardenal Felici paseando por el claustro de San Juan de Letrán, y convocó el Concilio. A este Papa le han llamado el «Papa de hierro», que yo creo que ha sido cosa más de franceses que de italianos. Y muy claro se ha visto que Juan Pablo II tiene de hierro el resistente corazón tanto como las inflexibles normas morales.

Al Papa polaco, el rojerío no gusta de llamarle Papa, ni Pontífice, ni Santo Padre, sino que le ha llamado siempre «Wojtyla», así a secas, como quien dice Chirac, Berlusconi, Bush e incluso Zapatero. Seguramente es que no le han perdonado nunca que alzara el «telón de acero» y que echara abajo el «muro de Berlín». Este Papa llegaba de Polonia la mártir, y se aplicó desde la silla de Pedro, con tenacidad férrea, a aliviarle a su patria el peso de la palma del martirio. Aquel empeño le costó que el telón y el muro le cayeran encima en forma de atentado, un atentado que le ha tenido la salud quebrantada durante los años que le quedaban de vida, por cierto bastantes, los suficientes para cumplir el tercer pontificado más largo de toda la historia de la Iglesia. Aquella palma que alivió solícito a la mártir Polonia, le tocó llevarla a él durante el resto de sus días. Pero aún tuvo fuerzas para acudir a la cárcel y perdonar a su agresor. Bravo «Wojtyla».

Sería cosa del Espíritu Santo, que dicen revolotea por el aire del cónclave, espeso de conciliábulos y hasta de conspiraciones, pero salió bien aquella operación de romper con la tradición de los papas italianos y traer uno de las persecuciones del Este. Los italianos estaban en aquel momento enfrascados en elaborar lo que llamaron el «compromiso histórico», o sea, la alianza de la democracia cristiana con el comunismo, válgame Dios, casi una «alianza de civilizaciones», y ya se ve en qué ha quedado eso.

Para estar al tanto de la agonía del Papa «Wojtyla» me voy a la televisión italiana o a la americana, que ofrecen noticias sin interrupción. La española anda en otros empeños. Y es que yo creo que los socialistas que nos gobiernan están a punto de tropezar, como los asnillos, en la misma piedra que tropezó Manuel Azaña cuando dijo aquello de que «España ha dejado de ser católica».

ABC. 3 de abril de 2005

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21 junio, 2007

Homenaje a Zapatero

EN décimas espiné-,
pero con versos capá-,
le quiero hacer un retrá-
a Rodríguez Zapaté-.
Sus dos cejas circunflé-
le dan aspecto diabó-,
pero sus azules ó-
lo disfrazan de angelí-,
de modo que su palmí-
se muestra contradictó-.

Sólo esto que aquí dejo llevaba yo escrito de mi retrato en décimas espinelas, que cualquier otro día habré de terminar si Dios es servido de ello y si los versos de cabo roto se me dan como hasta ahora, que me salen solos y como sin querer, cuando me picó la curiosidad de quién será el consejero, o quiénes serán los consejeros que metan al pobre Zapatero en esos berenjenales en medio de los cuales de vez en cuando aparece sin que sepa cómo ni acierte a salirse de ellos.

Y se me ocurre la maldad de imaginar que don Pablos Rinconete Guzmán de Rubalcaba y Alfarache le hace mozcorradas semejantes a las que Lazarillo de Tormes le hacía al malvado Ciego. Digo el Lazarillo clásico, porque el de Cela hacia pocas putadas a sus amos, si es que hizo alguna. Es curioso que a Cela, con ser como Cela era, le salió un Lázaro bondadoso y casi tierno, y las pellejadas se las gastaban a él mucho más que él a los otros del cuento.

Recordad aquel episodio del Lazarillo clásico en que el Ciego, habiéndole metido a Lázaro la nariz en la boca hasta el mismísimo galillo, le olió y le hizo devolver en la cara de su dueño la longaniza que le había robado. La paliza que le propinó el Ciego al muchacho ladrón fue de órdago, y cuando las buenas gentes del lugar se lo quitaron de las manos, las llevaba llenas de cabellos, y Lázaro mostraba las carnes cuajadas de moratones.

Llovía con fuerza de día después de llover toda la noche, y en la plaza de la villa donde estaban los dos, Ciego y Lazarillo, cada uno de ellos más cabrón que el otro, se había formado un regatillo o riachuelo que era necesario salvar, brincándolo, si no se quería meter en el agua los pies hasta los tobillos. Para vengarse de la azotaina, puso Lázaro al Ciego frente a un pilar de piedra que en la plaza había, y le animó a que saltara con ímpetu como para brincar por encima del arroyo sin mojarse. «¡Sus! Saltad cuanto podáis», dijo Lázaro, y el Ciego saltó con todas sus fuerzas, pero en vez de hallar una orilla seca, se abrió la sesera contra el pilar de piedra y quedó en el suelo sangrando.

Esa misma mozcorrada le ha hecho don Pablos Rinconete Guzmán de Rubalcaba y Alfarache a Rodríguez Zapaté- (me sale el verso de cabo roto hasta en la prosa) al incitarle a que se salte el Pacto Antiterrorista de un brinco para encontrarse en la paz con ETA. Mañana tendremos que curarle la molondra.

ABC. 15 de mayo de 2005

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Piruetea el bufón

PARA definir con cierta exactitud a este irrisorio, grotesco y pintoresco personaje Carod-Rovira es necesario recurrir al insulto. Como yo no voy a utilizar ese recurso, me limitaré a afirmar que es un sujeto de difícil presentación. Vamos que resulta impresentable. Hay quien le llama «payaso», pero ese nombre no se compadece con su forma de hacer reír. El payaso es un ser tierno, entrañable, conmovedor y emocionante, que hace felices a los niños con bromas blancas e inocentes, bromas que no muestran crueldad, ni inquina ni falta de respeto, sino ingenuidad y humor inofensivo. Que más quisiera Carod-Rovira que ser un payaso.

No. A payaso no llega, y ni siquiera se acerca a «gracioso» de comedia mala de chistes gruesos. En todo caso, Carod-Rovira sería un hazmerreír bufonesco y ridículo, y encima, un bufón republicano en corte monárquica. En este punto podríamos dejar al personaje si no fuera porque sus bromas y sus veras tocan y hieren los más respetables sentimientos y las más sagradas creencias de los hombres. Como diría Rubén Darío, «piruetea el bufón», y sus piruetas de gilimursi son desdenes o chacotas de la bandera y de la patria, de la religión y hasta de la pasión de Jesús, como ha hecho ahora en Jerusalén choteándose de la corona de espinas, con Maragall asomado a la máquina de fotos para perpetuar la gracia.

Piruetea el bufón y desde su primera pirueta después de su elevación al taburete socialista del tripartito, aquella de la visita a Perpiñán llevando a cuestas la presidencia de la Generalitat, no ha dejado pasar tres días seguidos sin cachondearse de ideas o símbolos que los españoles tenemos conservados en lugares de amor o de respeto profundos. O sea, para decirlo con la voz del pueblo, el bufón no ha cesado de tocarnos las narices, que igual podría decir los cataplines, los bemoles, los compañones o las arracadas. Seguramente, en esa actitud hay un componente de torpeza y alocamiento, pero también hay una parte de provocación adrede, un deseo de desdeñar y zaherir aquello que otros respetan o adoran.

Las bufonadas que ha montado en su viaje a Israel no merecerían el comentario de una sola línea si no supusieran desprecio y burla, por un lado a la bandera de España, y por otro a un símbolo de la pasión de Cristo. El bufón ha logrado asombrar a sus anfitriones al abandonar un acto porque no estaba allí la bandera catalana y sí la española. Para este pelagatos, la bandera catalana no es una bandera española. Más adelante consiguió que el embajador de España retirara la bandera española de otro acto para que este mamacallos permaneciera allí. Joder, con el embajador. Y todo ello bajo las carcajadas de Maragall, que ya estaría con la trompa jerosimilitana. Y bajo las risotadas del séquito con viaje pagado con la contribución de los laboriosos catalanes. Y toda esta desgracia la compensa el bufón con media docena de votos indignos, que manchan y envilecen a quien de ellos se aprovecha.

ABC. 22 de mayo de 2005

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A vueltas con la «extratégia»

ES lógico que a don José Luis Rodríguez Zapatero, licenciado en Derecho y presidente del Gobierno, no le haya hecho gracia alguna que le pillen una falta de ortografía de esas que llaman garrafales. Un lector de ABC cazó la equis de su «extratégia» y lo denunció en «Carta al Director», y para mayor regocijo del gentío descubrí yo el acento en la segunda «e» de la palabra, un acento hermosísimo, indisimulable, que caía como una jabalina sobre el lomo curvo de la letra, y escribí sobre todo ello un artículo cachondo alrededor de la «extratégia» de Zapatero.

La palabra en cuestión estaba escrita de puño del señor letrado en leyes y presidente del Gobierno, de modo que no había manera de esconder el yerro o de echarle las culpas al teclista, al cajista o al linotipista, que es lo que hacemos periodistas y escritores cuando nos ocurre una desgracia semejante. En Moncloa intentaron remediar el desliz ortográfico del jefe, y acudieron a tapar el trasero presidencial, que había quedado a la intemperie. O sea, que desde el punto de vista ortográfico Zapatero posaba ante el público con el culo al aire.

Llamaron desde allí a Federico Jiménez Losantos, que había comentado el caso, y le contaron no sé que historieta de gnomos y enanitos, duendes de tinta roja que hacen bailar a las letras retratadas y otras coplas de Calaínos. Pues no, señor. Bajo la lupa, en la hoja escrita por el puño de Zapatero, aparece la palabra «extratégia» clara, precisa, oronda e inequívoca. La equis de la culpa es una señora equis, una equis como para que sirva de incógnita a la solución de la cuadratura del círculo o al destino de España en las manos o los pies del propio Zapatero. Y el acento era, en comparación de sus respectivos ambientes, algo así como el Peñón de Ifach despeñándose sobre la letra.

Ante eso, el oficioso mentidor de Moncloa podía haber hecho una de estas dos cosas: o silbar el «gaudeamus igitur» u obsequiar a Zapatero con el Manual de Ortografía Práctica, de Miranda Podadera. Y Zapatero podría tomar ejemplo de Juan Ramón Jiménez, que todos los sonidos fuertes de la ge los escribía adrede con jota («Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas») y nadie puede decir que incurría en faltas de ortografía.

Zapatero, de aquí en adelante, debe escribir con equis todos los sonidos de la ese que viniese colocada antes de consonante. Escribir, por ejemplo: «Todas las excenas políticas de Campmany son extupendas y sólo desagradan a los extúpidos y exmirriados cerebrales». A esa manera de escribir podríamos llamarla el «incognitismo metódico», que haría juego con el estilo de gobernar del propio Zapatero, fundado en la ignorancia de lo que el Gobierno puede decidir dos minutos después de haber tomado una providencia, y sorprender así a todos los «extupefactos expañoles». En cuanto a lo de la tinta roja, tiene razón el de La Moncloa. Lo rojo siempre produce faltas, de ortografía, de tino y de gobernación, y ahora se va a cargar el «Extado».

ABC. 29 de mayo de 2005

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Milonga en negro

ESTO está poniéndose negro como en la milonga de Borges y como el campeón negro del Barça, que le llama «cabrón» al blanco, o sea, al merengue, por seis veces seis, y chillando por el micrófono, encima de ganarle la Liga. Parecía que el negrito hubiese ganado la guerra al «apartheid». A Luis Aragonés lo querían empitonar por haberle llamado negro al negro. Le dijo al blanco: «Anule usted al negro» y se armó la milonga de los dos negros en el túnel. Lo que le sucede a Eto´o, el negrito del Barça, es que es el negro que tenía el alma blanca.

Esto de la política, que es a lo que voy, está poniéndose negro, negro casi como el fútbol. Se queda lejos la «Balada de los dos abuelos» de Nicolás Guillén, uno blanco y otro negro, y el «Casi son» de Rafael Alberti, ¿recuerdan?, «negro, da la mano al blanco; blanco, da la mano al negro». Aquí, eso de dar la mano lo dice Zapatero. Se la ofrece a Rajoy, hombre blanco, y se la da por detrás a los etarras, asesinos negros.

Los etarras no aceptan a Atucha de presidente del Parlamento vasco. Y eso que no quiso echar a los batasunos de sus escaños y le hizo un corte de mangas al Tribunal Supremo. Negros estarían los jueces. Lo de elegir presidente se ha puesto de castaño oscuro, prácticamente negro. Los dos candidatos, peneuvista uno y socialista el otro, como los abuelos, blanco y negro, de Nicolás Guillén, empatan una vez y otra vez a 33 votos, y los nueve votos de los etarras se quedan mirando el empate muertos de risa. Tendrán que desempatar a penaltis, digo yo.

Uno que se ha puesto negro es Pepiño Blanco, que la política tiene estas paradojas. Pasa del blanco al rojo y del rojo al negro. Los catalanes de Carod lo hacen más complejo. Pasan del rojo al amarillo, del amarillo al morado y del morado al negro. Pepiño Blanco Rojo y Negro ha dicho que los peperos no quieren colaborar en la lucha antiterrorista, que eso sí que tiene gracia. Seguramente lo dijo porque no han votado la moción para negociar con ETA, pero al mismo tiempo Zapatero no ha condenado las cuatro bombas de Guipúzcoa, y nadie le ha dicho a Otegui que los policías seguirán deteniendo etarras, los jueces seguirán juzgándolos y, de momento, Batasuna permanecerá en el pozo. Pozo negro, por supuesto.

La vicepresidenta del Gobierno también debe de estar negra. La tienen negra las cosas que dice Zaplana. De repente, María Teresa Fernández de la Vega (no logro recordar de qué me suena a mí ese apellido) se ha levantado el moño, ha puesto los brazos en jarras, se deja deslizar por lo trágico y apocalíptico, se pone farruca y flamenca y les dice a los populares que tienen «la mente obtusa y el corazón emponzoñado». Lo de la mente obtusa entra dentro del reproche político o del escolar, pero lo del «corazón emponzoñado» es una querella de amor. Eso se le dice a un burlador o a una amante peliforra. También podría haberles dicho María Teresa a los peperos que tienen el «corazón negro». Esperemos, queridos lectores, que no terminemos todos friéndonos en una negra sartén.

ABC. 19 de mayo de 2005

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Flores de mayo

NO quisiera hacer juicios temerarios, pero me parece que a Pepiño Blanco y Rojo lo tiene inserto Zapatero en su «extrategia» para que diga las necedades que ni siquiera él se atreve a decir. Ahora ha dicho que el PP no quiere ayudar al Gobierno en su lucha antiterrorista. Pero ¿qué lucha, señor Pepiño? El Gobierno no combate el terrorismo, sino que corre tras él con los brazos abiertos y el trasero hecho agua. Y el terrorismo ha respondido a la gentileza de Zapatero de dos maneras. Una, haciendo estallar cuatro bombas en otros tantos lugares de Guipúzcoa. Y otra, exigiendo que la Policía no detenga etarras, que la Justicia no los juzgue y que al poder legislativo le vayan dando masculillo y echen sus leyes a la basura.

Y todo eso a pesar de que la «extrategia» de Zapatero es una «extrategia» no sólo con equis, sino con acento. Al comunicante de ABC, señor González Mena, se le escapó el acento que había puesto Zapatero en la e de su «extratégia», seguramente para reforzarla, y yo no he descubierto el acento hasta hoy y con ayuda de una lupa, porque la letra sale en la fotografía del periódico con tamaño de hormiga. Lo mismo podría acentuar Zapatero su apellido y su cargo, y escribir: «Zapatéro, Presidénte del Gobiérno».

Conviene ser cuidadoso con los acentos. Por ejemplo con esa palabra que tanto se repitió hace pocos días: «cónclave». El maestro Valentín García Yebra nos enseña que debe pronunciarse y escribirse sin acento, o sea, pasarla de esdrújula a llana. En definitiva, clave equivale a llave, y tendríamos que decir con-clave para significar el encierro de los cardenales con-llave. De aquí en adelante, así pronunciaré y escribiré yo la palabra, y gracias le sean dadas al maestro García Yebra, que no todo son cebrianes y goytisolos en la Española.

Han nacido estos días más flores de mayo en las letras. Mi leído colegui Tomás Cuesta ya fue reo hace unos meses de atribuir a Rafael Alberti los versos «Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos», que en realidad son de Calderón, y los dice el personaje llamado «Chato» en la Jornada Primera de «La hija del aire». La confusión es fácil, primero porque no imagina uno que Calderón escriba eso, y después, porque Alberti los puso al frente de sus divertidos poemas del cine. Le envié a Cuesta un recado secreto con Pérez Puig y rectificó luego como de forma espontánea. Ahora cita mal unos versos de César Vallejo («piedra de estupor y madera noble de establo» llama Gerardo Diego a este «Valle Vallejo»). Cita Tomás Cuesta: «Me moriré en París en primavera...» Pues no, señor. César Vallejo escribe: «Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo...» Y dicen que, efectivamente, César Vallejo se murió en París un día de lluvia.

Mi cita preferida de César Vallejo es esta, que Marcelo Arroita-Jáuregui puso al frente de un libro de versos: «Considerando en frío, imparcialmente, que el hombre es triste, tose, y sin embargo se complace en su pecho colorado...» ¿Su pecho colorado? O sea, ya está claro: Pérez Rubalcaba.

ABC. 18 de mayo de 2005

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El socio Ibarretxe

Lo que Ibarreche (o Ibarretxe) quiere es no ser España, sino socio de España. Quiere que España tenga el socio vasco igual que tiene al vecino francés, al hermano portugués o al moro amigo, que ahora es un decir. Quiere ser socio de España cuando es España misma desde los primeros vagidos de España. En aquellos años, cuando los españoles nos conquistábamos unos a otros, es posible que algunos conquistaran a los vascos, pero también los vascos conquistaban a los demás. Con los ejércitos de Sancho el Mayor ayudaron a conquistar casi todo lo que hoy es España. Lo que quiere Ibarretxe es un despropósito, claro, porque quiere asociarse consigo mismo. Antes de que Ibarretxe se asocie con Ibarretxe, el propio Ibarretxe tendría que disociarse de Ibarretxe. Eso es todavía más chusco que divorciarse de la mujer con el propósito de casarse con ella.

Me parece que tengo dicho que cuando la estrella, el lucero, el cometa o el meteorito Ibarretxe apareció en el firmamento político de España, de España, de España, de España, alguien me dijo que se trataba sin duda de una buena persona, de un hombre inteligente y de un sujeto laborioso y cortés. «Lo que pasa -añadió- es que cree que no es español». Quizá sea una definición demasiado rotunda. Yo creo que es un español que quiere dejar de ser español para demostrar luego que es español porque le da la real gana de serlo, y que puede dimitir de español en cuanto le pete o se le contraríe en algo. Esa es, por cierto, una manera muy española de ser español.

Pero todo eso, allí, en el País Vasco, o mejor dicho aquí, en el pedazo español llamado Vasconia, hay gente que hace de ese capricho cuestión de principios y lo lleva a sus últimas consecuencias, y sus últimas consecuencias son las de admitir la violencia como medio de lograrlo. O sea, que quieren que eso sea así, por las buenas o por las malas. Sobre todo, cuando no lo logran por las buenas, aceptan las malas, y entonces ya no hay manera de saber, por las buenas, lo que la gente quiere. Ibarretxe, claro está, habla de referéndum, o sea de las buenas, de las urnas y los votos. Pero es que, mientras exista terrorismo en el País, es decir, mientras no se extirpen las maneras violentas y criminales, no sabremos lo que dicen las urnas. El miedo las hace engañosas o las deja tan desiertas como la plaza de la Vergüenza de Leiza.

Los nacionalistas vascos plantean una falacia. «Busquemos una solución política al terrorismo». Y eso es una falacia porque mientras exista terrorismo, la solución política se hace imposible y siempre estará viciada de presión, de miedo y de violencia, de «vis» insoportable. Para hablar de soluciones políticas a las discrepancias o a las propuestas de unos o de otros, lo primero y lo más necesario es que callen las pistolas y enmudezcan las bombas. En medio de ese estruendo las palabras ni se escuchan ni tienen valor definitivo. Para negociar en libertad, que Ibarretxe empiece por ayudar a terminar con «Eta».

ABC. 28 de septiembre de 2002

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Proclama cantonalista

VAMOS a dejarnos de una vez de las medias tintas y las medias palabras, y vayamos directamente al grano. Todo eso del «Estado asociado» que propugna Ibarreche, el «federalismo asimétrico» de Pasqual Maragall, las «naciones sin Estado», el «autogobierno pleno», la «cosoberanía comunitaria» o el «nacionalismo autónomo» son eufemismos y zarandajas. Eso son timideces de pazguato que no se atreve a presentar la lucha definitiva por la verdadera independencia. Aquí, lo que hay que proclamar de una vez por todas es el cantonalismo federal, o sea, el separatismo, pero para todos: regiones, provincias, comarcas, municipios, aldeas, parroquias y barrios.

Tenemos que resucitar el glorioso 18 de julio. Quiero decir el 18 de julio de 1873 (que también es casualidad, hombre), y hacer independientes no sólo a Cádiz, Salamanca, Sevilla o Valencia como se hicieron entonces, sino, también como entonces, a Cartagena, Almansa, Torrevieja, Bailén, Andújar, Algeciras y Tarifa, ejemplos heroicos del cantonalismo federal del siglo XIX, imitados por otros muchos municipios que se declararon valientemente naciones independientes y soberanas.

Ahí tenemos la gesta gloriosa del Cantón de Cartagena, último en rendirse a los ejércitos centralistas e invasores, y la figura egregia de Antonete Gálvez, que resistió el embate de los generales unitarios, recorrió las costas mediterráneas, desde Alicante a Málaga, en naves de la escuadra cantonal, acuñó moneda, duros de plata con más plata que los duros españoles, y sólo se rindió ante las tropas invasoras, mucho más nutridas y pertrechadas, que allí siguen desde aquella triste fecha del enero de 1874.

Si no reconocemos que España se encuentra perpetuamente dividida en sus tierras, en sus ciudades, en sus pueblos, pero también dentro de cada uno de los españoles, no podremos entender la grandeza liberadora del movimiento cantonal. Cuenta Guillermo de Torre que Unamuno solía decir que llevaba dentro de sí un carlista y un liberal en perpetua discordia, del mismo modo que también llevaba un creyente y un racionalista. El espíritu separatista nace de esta eterna contradicción que crece dentro de nosotros mismos y se expresa en la sublime decisión de un Setién, de un Arzalluz o de un Xirinacs, en los que el fanatismo religioso se empareja con el delirio político para componer la figura excelsa del salvador de pueblos.

Don Emilio Castelar, nefasto enemigo del cantonalismo, cita un texto ejemplar emitido por el cantón de Jumilla, que puede servir de modelo a los municipios independentistas del País Vasco: «Jumilla desea estar en paz con todas las naciones extranjeras y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana, su vecina, se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del Dos de Mayo, y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar en sus justísimos desquites hasta Murcia y a no dejar en Murcia piedra sobre piedra». ¡Toma nísperos!

ABC. 16 de octubre de 2002

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20 junio, 2007

Pacifismo contemplativo

UNO de los varios aciertos expresivos de José María Aznar durante su intervención de ayer en la Cámara de Diputados fue ese de calificar el pacifismo abstracto, idealista y platónico de la izquierda española en esta hora como «pacifismo contemplativo». Claro está que lo más importante de la intervención de Aznar, tanto en la exposición inicial como en la réplica tras los discursos de los portavoces, no reside en los aciertos expresivos, que los tuvo, sino en la solidez irrefutable de su argumentación de fondo.

A fuerza de escuchar estos días las voces demagógicas en tonos más o menos suaves o destemplados, termina uno por olvidar la realidad más evidente. El antinorteamericanismo («antiimperialismo» le llaman los organizadores de la gala de los Goya) de rabieta infantil que aqueja a los vestigios de nuestro comunismo insepulto y del socialismo marxista todavía nostálgico, nos ha machacado tan tercamente con el «No a la guerra» que algunos han terminado por creer que estamos en la disyuntiva de elegir entre la guerra y la paz.

Nadie con el aparato de pensar en funcionamiento razonable y que no ande obnubilado con prejuicios de «guerra fría» puede ignorar, a estas alturas de la película, que esa no es la situación, sino la necesidad de asegurar la paz forzando al desarme y destrucción de instrumentos formidables de muerte en poder de Sadam Husein, dictador feroz sobre su pueblo, invasor de dos países vecinos en algo más de una década, incumplidor continuado de la legalidad internacional y que se permite el gesto chulángano de amenazarnos con el terrorismo de los suicidas adiestrados.

Es curioso que los que menos se han enterado de la película son las adorables, ingenuas, extrañas e imprevisibles gentes del cine. A los artistas se les debe perdonar cualquier gesto o jeribeque político aunque sea el de una pirueta grotesca. A los políticos, no. Y los socialistas españoles no se han mostrado en esta ocasión a la altura de las circunstancias. Lo digo con tristeza, porque todas las corvetas políticas son respetables, pero no tanto las que atentan contra la historia del propio partido, contra el deber y el interés de la Nación y contra la paz internacional que, para más inri, dicen defender. Y eso es lo que está haciendo el Partido Socialista bajo la inspiración de sus doctrinarios de hoy, Rodríguez Zapatero y Jesús Caldera.

No ya los grupos de la oposición consabida en estos trances (marxismos y nacionalismos) sino el socialismo, que debiera tener un sentido sólido del Estado, se zambulló de bruces en la demagogia y en la irresponsabilidad. Aznar debiera agradecérselo, porque los oradores, uno tras otro, se las iban poniendo al presidente del Gobierno como vulgarmente se dice que le ponían las carambolas a Fernando VII. Y naturalmente, Aznar, con tono sosegado, con pausa, moderación y algún repunte de ironía, fue haciendo las carambolas. Total, guerra, no, y este socialismo, tampoco.

ABC. 6 de febrero de 2003

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Otoño ardiente

SE barruntaba en verano un otoño caliente. Quiero decir un otoño político caliente. La verdad es que todos los veranos hay alguien que anuncia un otoño caliente, y ese anuncio se oye ya como el de que viene el lobo. Pero este año ha venido un otoño, no ya caliente, sino incendiado. De repente la política se ha convertido en una hoguera múltiple. Hay un fuego en cada esquina. Se precipitan los acontecimientos, y desde la peripecia moruna del islote Perejil, la política nos ha entretenido con muchas y divertidas novedades.

Un día nos llegaba la propuesta de Ibarreche con el fantasma del «Estado asociado» y otro día nos enterábamos de la autorización del Gobierno para que el Canal Satélite de Polanco engulla la Vía Digital de Telefónica. Empezábamos una semana con el juguete jardielesco del «freno y marcha atrás» en el decretazo, y terminábamos otra con la concesión del Premio Nacional de Literatura a una novela en euskera por un jurado en el que no se les deja votar a los dos representantes del Ministerio.

Por un lado, santifican a José María Escrivá, y por otro crucifican a José María Aznar. La Bolsa está a dos pasos de alcanzar los niveles del crac del «martes negro» de 1929, y los rojelios y los separatistas arman la marimorena porque han izado en la plaza del Descubrimiento de Madrid una bandera española. ¿Hay quién dé más? Pues, sí, señor. Hay más.

Pasen, señores, pasen. Pasen y vean. Vean el misterio rocambolesco del robo de los papeles secretos y el archivo confidencial de los ordenadores personales de Pedro Arriola, asesor áulico del Partido Popular, del Gobierno y de la Telefónica de Villalonga y más tarde de la de César Alierta, augur y arúspice de José María Aznar. ¿Qué papeles se han llevado los ladrones? Misterio. ¿Qué secretos, confidencias, reservas y convolutos guardaba la documentación sustraída? Secreto. ¿Quién puede ser el ladrón o quiénes los ladrones? Incógnita. ¿Puede haber entre lo robado algún secreto de Estado? Arcano. ¿Por qué se guardaban tales tesoros de información en un chalé particular sin vigilancia especial? Averígüelo Vargas. ¿Quién es Vargas? Uno que ya murió. Pues estamos frescos.

Pasen señores, pasen. Pasen y vean. Pasen y contemplen el número de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo facilitando un pescozón al Gobierno por no cumplir una condena que ya tiene dos años y medio y todavía está esperando que alguien intente aplicarla. Ahí tienen ustedes la «Ser» de Polanco (qué cuchipanda sin la tía Tomasa) que se zampó la Antena-3 Radio de Godó y se convirtió en un monstruo radiofónico todopoderoso, y así sigue. Así sigue porque el Gobierno de «ese señor, Aznar, que ha dejado España con menos libertad de expresión que en tiempos de Franco» no ha tenido tiempo de ordenar de manera eficaz que se vuelva atrás aquella operación y se proteja la pluralidad informativa, tal y como ordenó el Tribunal Supremo.

Habrá más fuegos de otoño. Queden ustedes al loro.

ABC. 12 de octubre de 2002

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Bendita agua

TENÍA razón Tales de Mileto. El agua es el principio de la vida. Donde hay agua nace la vida, y donde no la hay, muere. Además, el agua es hermosa. «El agua es la cosa más bella del mundo», decía el milesio, y seguramente también tenía razón. Lo que sucede es que a veces da disgustos. Los cielos dicen ¡agua va! Y los ríos se salen de madre, se desmadran. El disgusto más gordo que el agua dio a los hombres fue el Diluvio Universal. Menos mal que Noé fabricó el Arca, y allí nos salvamos todos. Ahora, en vez de fabricar el Arca, tendríamos que fabricar más canales y más pantanos de los que fabricamos. Los contemporáneos de Noé se reían de él cuando estaba construyendo el Arca («¿qué, Noé, todavía no has terminado la arqueta?»), y hoy se ríen muchos de Franco porque construía pantanos.

Los españoles hemos sido perezosos para ordenarlo todo, pero sobre todo para ordenar el agua. Nos hemos dedicado mucho más a bendecirla que a ordenarla. Y así hemos llegado al siglo XXI sufriendo inundaciones y riadas y viendo cómo avanza la desertización por los secarrales del sureste y mete el desierto en los vergeles, o sea, lo contrario de lo que hace Israel, por ejemplo. Cuando se pasen estos días de alarmas y de tribulaciones, tal vez harían bien los aragoneses en reflexionar más sosegadamente acerca de lo que se puede y debe hacer con el río Ebro, es decir, cómo aprovechar mejor las aguas caudalosas y benditas que nacen en Fontibre y mueren en Tortosa.

El Plan Hidrológico Nacional debe llevar a Aragón la certidumbre de que jamás las márgenes del Ebro sufran las crecidas desoladoras del río. Hay que evitar las pérdidas y los peligros del desbordamiento de aquellas aguas la arteria ibérica más importante de la vertiente mediterránea. Al mismo tiempo, habría que ordenar el río de tal manera que puedan ser regadas todas las tierras aragonesas donde llevar el agua sea una empresa factible y rentable. Y una vez exigidas y logradas esas dos circunstancias, deberían dimitir algunos aragoneses de su terco e irracional combate al Plan Hidrológico. Seguramente, esos aragoneses que se oponen a un proyecto tan beneficioso, también se habrían reído de Noé cuando construía el Arca.

Aragón tiene tierras secas y huertos frondosos. Necesita el agua y necesita prevenir la avenida del agua. Mi tierra murciana tiene más de lo mismo: secanos fertilísimos que esperan la bendita agua, principio de vida, y jardines que muchas veces fueron arrasados por el aluvión, que se llevaba cosechas, árboles, barracas huertanas y vidas. Hay lugares donde todavía se riega o se regaba con los mismos cauces que abrió el árabe en los tiempos en que el aragonés Jaime I reconquistó aquello para su yerno Alfonso X. Los aragoneses se entraron por allí, y los murcianos todavía componemos el diminutivo en «ico», decimos «zarangollo» como en la fabla y bailamos una jota suavizada por ese Mediterráneo que nos trajo la suavidad elegante de Grecia, las danzas de las canéforas y las palabras de Tales, hijo de fenicios, que es como Valle-Inclán llamaba a los catalanes. Y es que todo es España, hermanos.

ABC. 10 de febrero de 2003

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Zapatero y Gila

Apareció Zapatero en televisión bien trajeado y compuesto, recién salido del sastre, corbata de estreno, palabra sosegada y buenos modales dialécticos, lo cual se agradece para descansar, aunque sólo sea un rato, de la cochambre al uso y del desaseo a la orden del día. Y como Ernesto Sáez de Buruaga preguntaba con cortesía y comedida intención, el entrevistado reiteraba sus aprendidas razones, ya muy ensayadas en el Parlamento, y lograba hacer algunas cómodas excursiones por la tangente, si no por los cerros de Úbeda, sin que el entrevistador le acosara demasiado ni le trajera de nuevo a la dificultad de la respuesta. Nada extraño, por otra parte, porque casi todos los entrevistadores de hoy renuncian a la repregunta, que es la pimienta de cualquier entrevista.

Nada nuevo. Argumentos para convencer a convencidos, mil veces explicados y mil veces rebatidos sin que ninguna de las partes logre conmover las posiciones de la otra. Zapatero se asía una y otra vez a lo que tiene para defender sus posiciones: la votación en el Consejo de Seguridad, la petición de tiempo de los inspectores de la ONU, la resistencia de Francia y Alemania, la falta de legalidad, la prepotencia de la fuerza de las armas, etcétera. Y dejaba de lado las objeciones: los doce años de advertencias legales, las unanimidades anteriores del Consejo de Seguridad, la función de los inspectores, que no es la de descubrir, sino la de comprobar, la autorización de Francia para que sobrevuelen su suelo los terribles B-52, el permiso de Alemania para la utilización de sus bases, los precedentes de Kosovo y del propio Iraq, etcétera. O sea, el cuento de la buena pipa.

Lo más preocupante de la posición política de Zapatero frente al suceso luctuoso y terrible de la guerra, es que sigue aferrado a la idea de que José María Aznar tiene la responsabilidad de los combates, de los bombardeos, de los muertos, de los heridos, de los niños destrozados y de las mujeres mutiladas. El que tiene la culpa de la guerra es Aznar. Como un Fray Gerundio metido a político, Zapatero se ha construido un maniqueo (un teleñeco) con el presidente del Gobierno y se divierte sacudiéndole cachiporrazos como un Cristobita. Habla de la masacre humana que producen los terribles bombardeos aliados y de las víctimas civiles, doce, quince, veinte. Cada vida perdida es irreparable y una catástrofe por sí misma. Pero si se cuentan los muertos, hay que contar también las más de doscientas mil víctimas civiles que ocasionó el bombardeo sobre Hamburgo ordenado por Stalin.

Pero hay otra frase que sería cómica si el motivo no fuese trágico. «Que Aznar detenga la guerra», pide Zapatero, como si Aznar fuese el administrador único del rayo de Júpiter. Porque no se trata de desear, como han hecho los franceses, que los aliados obtengan una victoria cuanto más rápida, mejor, sino de echar muertos sobre los hombros del «belicista» Aznar. Me he acordado irremediablemente de Miguel Gila y sus guerras desde el teléfono. «Oiga, ¿es el enemigo? Bueno, pues que pare la guerra, que ahora vuelvo».

ABC. 3 de abril de 2003

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Más nueces

EN Irak no ha empezado todavía la guerra de Bush. Pero aquí, en España, sigue la guerra de Arzallus, este rayo que no cesa y que parecía haberse tomado un descanso. Los estalinistas de la banda etarra han vuelto a agitar el árbol para que Arzallus recoja las nueces. El jefe de la Policía municipal de Andoain, Joseba Pagazaurtundua, ha pagado con su vida el hecho de pertenecer a «Basta ya», el hecho de decir «No a la guerra» de aquí, no a la guerra de su pueblo, que es el nuestro, y permanece en este momento clínicamente muerto después de haber sido tiroteado por unos pistoleros del comando Donosti.

No parece sino que este crimen, después de unos días de respiro sin bombas ni disparos, haya venido a dejar en ridículo esas protestas, airadas en unos y afligidas en otros, pidiendo paz para las tierras donde se prepara la guerra contra los pacíficos, contra la civilización, contra los países que viven en democracia y contra los hombres que viven en libertad. Esta tarde quisiera ver gritar contra los etarras y sus cómplices por las calles de Madrid a Javier Bardem y quisiera ver gimotear con la mejor técnica interpretativa a Pilar Bardem y a todos esos Bardem que viven angustiados por lo que pueda sucederles a Sadam Husein y a sus generales de bigotes clónicos. El tiroteo y seguramente la muerte de un español vasco llamado Joseba Pagazaurtundua no se le puede achacar a Bush. Políticamente, no interesa.

Ya sé, ya sé. La consigna es esta: «No a la guerra» y «No a Sadam». Y a lo mejor, ahora añaden «No al terrorismo». Pero que expliquen cómo se logra todo eso a un tiempo. Cuando Sadam invadió Kuwait o cuando masacraba a sus propios paisanos iraquíes con armas de exterminio masivo, ¿cómo lograr estar contra él y al mismo tiempo contra la guerra? ¿Utilizando pegatinas, pancartas, gritos, palomas y lágrimas de actor? En este mundo de hoy, ¿quién viene con bombas, con armas, con la ambición y la prepotencia que engendran las dictaduras militares? ¿Quién viene sobre nosotros con los instrumentos imprevisibles del terror, con los suicidas embutidos de explosivos? ¿Quién anda por ahí con la pistola del tiro por la espalda o con la bomba contra los indefensos?

Ayer, Eduardo Haro Tecglen, conocido como la Momia, el que escribió en «Informaciones» un 20 de noviembre aquello de «se nos murió un capitán pero Dios misericordioso nos envió a Francisco Franco, y hoy sobre la tumba de José Antonio», etcétera, hablaba desde el nicho donde le tiene Polanco de los actores de camiseta y eslogan, y decía que son los mismos que en las postrimerías del franquismo hicieron una huelga de protesta. Y añadía que un presidente del Sindicato del Espectáculo que hoy escribe en ABC, o sea, yo mismo, llamó a la policía contra ellos. No cita mi nombre. Dispara con vileza, cobardía y también por la espalda. No es verdad. Viven los protagonistas de aquello. Miente el bellaco. Miente por mitad de la barba. Naturalmente, en «El País». ¿Dónde si no?

ABC. 9 de febrero de 2003

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